[Texto Semanal] Escupamos sobre Hegel

Hola de nuevo! esta semana colgamos un texto clásico feminista de los años 70'. Igual que en el caso anterior lo adjuntamos en pdf, la letra es bastante grande. En cualquier caso, por si da problemas o quereis imprimirlo sin gastar mucha tinta y papel tontamente lo hemos copiado aquí.

[PDF] Escupamos sobre Hegel - Clara Lonzi



Escupamos sobre Hegel
Escritos de “Rivolta Femminile”
Carla Lonzi


El problema femenino significa una relaciónentre cada mujer –carente de poder, dehistoria, de cultura, de rol- y cada hombre –con su poder, su historia, su cultura y su rol absoluto-.

El problema femenino cuestiona todo lo hecho y pensado por el hombre absoluto, por el hombre que no tenía conciencia de que la mujer fuese un ser humano de su misma dimensión.

En el siglo XVIII pedimos la igualdad y Olympe de Gouges fue condenada al patíbulo por sus “Declaraciones sobre los derechos femeninos”. La demanda de igualdad entre mujeres y hombres en el plano jurídico coincide, históricamente, con la afirmación de la igualdad de los hombres entre ellos.

Hoy tenemos conciencia de ser nosotras las que planteamos una nueva situación. La opresión de la mujer no se inicia en el tiempo, sino que se esconde en la oscuridad de sus orígenes. La opresión de la mujer no se resuelve en la muerte del hombre. No se resuelve en la igualdad, sino que se prosigue dentro de la igualdad. No se resuelve en la revolución, sino que se perpetúa dentro de la revolución. El plano de las alternativas es una fortaleza de la preeminencia masculina: en él no existe un lugar para la mujer.

La igualdad de la que hoy disponemos no es filosófica, sino política: ¿queremos, después de milenios, insertarnos con este título en el mundo que han proyectado otros? ¿Nos parece gratificante participar en la gran derrota del hombre?

Por igualdad de la mujer se entiende su derecho a participar de la gestión del poder en la sociedad, mediante el reconocimiento de que aquella posee la misma capacidad que el hombre. Pero la experiencia femenina más auténtica de estos años nos ha enseñado el proceso de devaluación global en que se encuentra el mundo masculino. Hemos comprendido que, en el plano de la gestión del poder, no concurren capacidades, sino una forma particular de alineación que es muy eficaz. La actuación de la mujer no implica una participación en el poder masculino, sino cuestionar el concepto de poder. Si hoy se nos reconoce nuestra imbricación a título de igualdad es, precisamente, para alejar aquel peligro.
La igualdad es un principio jurídico: el denominador común presente en todo ser humano al que se le haga justicia. La diferencia es un principio existencial que se refiere a los modos del ser humano, a la peculiaridad de sus experiencias, de sus finalidades y aperturas, de su sentido de la existencia en una situación dada y en la situación que quiere darse. La diferencia entre mujer y hombre es la básica de la humanidad.

El hombre negro es igual al hombre blanco, la mujer negra igual a la mujer blanca.

La diferencia de la mujer consiste en haber estado ausente de la historia durante miles de años. Aprovechémonos de esta diferencia: una vez lograda la inserción de la mujer, ¿quién puede decirnos cuántos milenios transcurrirán para sacudir este nuevo yugo? No podemos ceder a otros la tarea de derrocar el orden de la estructura patriarcal. La igualdad es todo lo que se les ofrece a los colonizados en el terreno de las leyes y los derechos. Es lo que se les impone en el terreno cultural. Es el principio sobre cuya base el colono continúa condicionando al colonizado.

El mundo de la igualdad es el mundo de la superchería legalizada, de lo unidimensional; el mundo de la diferencia es el mundo en el que el terrorismo depone las armas y la superchería cede al respeto de la variedad y multiplicidad de la vida. La igualdad entre los sexos es el ropaje con el que se disfraza hoy la inferioridad de la mujer.

Esta es la posición de alguien diferente que quiere operar un cambio global en la civilización que le ha recluido.

Hemos descubierto no sólo los datos de nuestra opresión, sino la alienación que se ha originado en el mundo por habernos tenido prisioneras. La mujer ya no tiene pretexto alguno para adherirse a los objetivos del hombre. En este nuevo estadio de conocimiento, la mujer rechaza, en tanto que dilema impuesto por el poder masculino, tanto el plano de la igualdad como el de la diferencia, afirmando que ningún ser humano, ni ningún grupo debe ser definido por referencia a otro ser humano o a otro grupo.

La opresión femenina es el resultado de largos milenios: el capitalismo más que producirla la ha heredado. La aparición de la propiedad privada ha expresado un desequilibrio entre los sexos como necesidad del poder de cada hombre sobre cada mujer, mientras se definían las relaciones de poder entre los hombres. Interpretar sobre bases económicas el destino que nos ha acompañado hasta hoy significa apelar a un mecanismo, cuyo impulso motor se desconoce.

Nosotras sabemos que, caracterológicamente, el ser humano orienta sus instintos hacia su satisfacción, al menos en sus contactos con el sexo opuesto. El materialismo histórico olvida la llave emotiva que ha determinado el tránsito a la propiedad privada. Esto es lo que queremos recalcar para que el arquetipo de la propiedad sea reconocido, para que se vea cuál es el primer objeto que el hombre concibe: el objeto sexual. La mujer, al retirar del inconsciente masculino su presa primera, desata los nudos originarios de la patología posesiva.

Las mujeres tienen conciencia del nexo político que existe entre la ideología marxista-leninista y los sufrimientos, necesidades y aspiraciones de las mujeres. Pero no creen que sea posible esperar que la revolución los solucione. No consideran válido que su propia causa esté subordinada al problema de clase. No pueden aceptar una impostación de su lucha y una perspectiva que pasen por encima de sus cabezas.

El marxismo-leninismo necesita equiparar a ambos sexos, pero el ajuste de cuentas entre las colectividades masculinas no puede sino traducirse en una dádiva paternalista de los valores masculinos a la mujer. Además se le pide ayuda más de lo que se está dispuesto a ayudarla.

La relación hegeliana amo-esclavo, es una relación interna del mundo humano masculino, y es a ella a la que se refi ere la dialéctica, en términos deducidos exactamente de las premisas de la toma del poder. Pero la discordia mujer-hombre no es un dilema: para ella no se ha previsto ninguna solución, puesto que la cultura patriarcal no la ha considerado un problema humano, sino un dato natural. Es algo que viene de la jerarquía entre los sexos, a los que se les atribuye como esencia lo que es resultado de su oposición: la defi nición de superior e inferior esconde el origen de un vencedor y un vencido.

La visión masculina del mundo ha encontrado la justificación inherente a los límites de su propia experiencia unilateral. Pero para la mujer el origen de la oposición entre los sexos continúa quedando inexplicado, de modo que busca en los motivos de su derrota primitiva la confirmación de la crisis del espíritu masculino.

Incluir el problema femenino dentro de una concepción de la lucha amo-esclavo, como lucha clasista, es un error histórico por cuanto la mujer proviene de una cultura que excluía el punto de discriminación esencial de la humanidad, el privilegio absoluto del hombre sobre la mujer, y ofrecía a la humanidad perspectivas en términos de la problemática masculina (esto es: ofrecían perspectivas sólo a la colectividad masculina).

Para la mujer subordinarse al planteo clasista signifi ca reconocer en términos semejantes en un tipo de esclavitud distinto al suyo, términos que son el testimonio más conveniente de su desconocimiento. La mujer, en cuanto tal, se halla oprimida a todos los niveles sociales: no sólo a nivel de clase, sino a nivel de sexo. Esta laguna del marxismo no es casual, ni podría ser subsanada ampliando el concepto de clase de modo que englobase a la masa femenina, a la nueva clase. ¿Por qué no se ha visto la relación de la mujer con la producción mediante su actividad de reconstitución de las fuerzas de trabajo en la familia? ¿Por qué no se ha visto que su explotación dentro de la familia es una función esencial para el sistema de acumulación del capital? Confiando el futuro revolucionario a la clase obrera, el marxismo ha ignorado a la mujer como oprimida y como portadora de futuro; ha expresado una teoría revolucionaria cuya matriz se halla en la cultura patriarcal.

Examinemos la relación mujer-hombre en Hegel, el filósofo que ha visto en el esclavo el momento liberador de la historia. Él, con mayor insidia que cualquier otro, ha racionalizado el poder patriarcal en la dialéctica entre un principio divino femenino y un principio humano masculino. El primero preside la familia, el segundo la comunidad. “Mientras que la comunidad se da su subsistir sólo destruyendo la beatitud familiar y disolviendo la autoconciencia en la autoconciencia universal, aquélla produce lo que la oprime, y que, al mismo tiempo le es esencial, es decir, en la femineidad en general su enemigo interno”. La mujer no ultrapasa el estadio de la subjetividad: reconociéndose en sus parientes y allegados se hace inmediatamente universal, le faltan premisas para escindirse del ethos de la familia y unirse a la fuerza autoconsciente de la universalidad, gracias a la cual el hombre se convierte en ciudadano. Esta condición femenina, fruto de la opresión, es considerada por Hegel como motor de la opresión: la diferencia entre los sexos viene a constituir la base natural metafísica tanto de su oposición como de su reunificación. En el principio femenino Hegel coloca el a priori de una pasividad en la cual se anulan las pruebas del dominio masculino. La autoridad patriarcal ha tenido sometida a la mujer, y el único valor que se le reconoce es el de haberse adecuado a ella como a su propia naturaleza.

En coherencia con la tradición del pensamiento occidental Hegel retiene a la mujer ligada a un estadio por su propia naturaleza, y atribuye a este estadio toda la resonancia posible, aunque su condición sea tal que el hombre preferiría no nacer si tuviese que considerarlo como algo para él.

De todos modos lo femenino, “eterna ironía de la comunidad”, hace reír al pensador que, de avanzada edad, e indiferente al placer, piensa y se preocupa exclusivamente por lo universal; y se vuelve a los jóvenes para encontrar un cómplice a su desprecio. La mujer, más allá de la ley divina que encarna, más allá del deber hacia los lares, más allá de los bellos gestos de tragedia griega con los que sale del averno hacia la luz de la existencia, la mujer, pues, revela una actitud que sólo su debilidad ha hecho que fuese considerada más extraña que amenazadora: su reacción al enfrentarse al hombre maduro y su inclinación hacia los jóvenes. Pero la identificación de Hegel con los valores de la civilización patriarcal hace que, en este pasaje, encuentre un signifi cado puramente instrumental. De hecho interpreta esta elevación jerarquica de la juventud, es decir de la virilidad, efectuada por la mujer, como el estímulo que
dispara en la comunidad el elemento con el que hay que contar para la actividad hacia el extranjero, la guerra. En realidad nosotras, a través de este gesto de la mujer, vemos con claridad el poder del patriarca sobre ella y sobre
los jóvenes. Actualmente su intención se vuelve contra la familia y contra la sociedad, en la figura del representante del poder que domina sobre ambas.

Mediante el escarnio se resalta la figura histórica del opresor de quien hay que librarse. Pero es precisamente él quien, como cabeza, puede jugar y orientar hacia sus fines, todo movimiento de la mujer o del joven: este último, encariñado por las atenciones de ella, será verdaderamente un valeroso guerrero para la conservación de la comunidad. En la manifestación de la mujer en tanto que “eterna ironía de la comunidad” nosotras reconocemos la presencia del ejemplo feminista de todos los tiempos.

En Hegel coexisten estas dos posiciones: una que ve el destino de la mujer ligado al principio de femineidad, y otra que descubre en el siervo, no ya un principio inmutable, una esencia, sino la condición humana que realiza en la historia la máxima evangélica “los últimos serán los primeros”. Si Hegel hubiese reconocido el origen humano de la mujer, como reconoció la opresión del siervo, se hubiera visto obligado a aplicar al caso femenino la misma dialéctica amo-esclavo. Y para ello habría encontrado un serio obstáculo: de hecho, si el método revolucionario puede acoger los pasajes de la dinámica social, no hay duda alguna de que la liberación de la mujer no puede encajar dentro de los mismos esquemas: en el plano mujerhombre no existe una solución que elimine al otro, de ahí que la meta de la toma del poder sea totalmente vana.

Este tornarse vano de la toma del poder como meta es el elemento que distingue la lucha contra el sistema patriarcal como fase sucesiva y concomitante de la dialéctica amo-esclavo. El axioma de que todo lo que es racional es real refleja la convicción de que la astucia de la razón no dejará de concordar con el poder. Y la dialéctica es el mecanismo que deja continuamente abierto el camino a esta operación. En un modo de vida que no
esté dominado por el carácter patriarcal, la construcción triádica pierde su aferramiento a la psique humana.

La Fenomenología del Espíritu es una fenomenología del espíritu patriarcal, encarnación de la divinidad monoteísta en el tiempo. la mujer aparece como imagen cuyo nivel significante es el de ser hipótesis de otros. La historia es el resultado de las acciones patriarcales. Cristo representa la irreversibilidad del sentimiento de culpa sobre el que se funda la potencia del Padre. Al recorrerla hasta el fin él adquiere la certeza de que, inmolándose, ejecuta su voluntad. Y redime a la comunidad para mayor gloria del Padre. Los dos mentís más colosales a la interpretación hegeliana están dentro de nosotras: la mujer que rechaza la familia, el joven que rechaza la guerra. El joven intuye que el antiguo derecho de vida y de muerte que detentaba el padre sobre sus hijos, más que legalizar una praxis, explicitaba un deseo. Por eso la guerra le parece
un expediente inconsciente para asesinarle, una conjura contra él.

No olvidemos este eslogan fascista: Familia y seguridad.

En la angustia de su inserción social el joven esconde un conflicto con el modelo patriarcal. Este conflicto se revela en los ejemplos anárquicos en los que se expresa un no global, sin alternativa: la virilidad se niega a ser paternalista, chantajista. Pero sin la presencia de su aliado histórico, la mujer, la experiencia anárquica del joven resulta veleidosa, y acaba cediendo ante el reclamo de la lucha de masa organizada. La ideología marxista-leninista le ofrece la posibilidad de hacer constructiva su rebelión poniéndose del lado de la lucha proletaria, a la que delega, incluso, su liberación.

Pero al obrar de este modo el joven vuelve a ser absorbido por una dialéctica prevista por la cultura patriarcal, que es la cultura de la toma del poder; mientras cree haber individualizado, junto con el proletariado al enemigo común: el capitalismo, en realidad está abandonando su propio terreno de lucha para pasarse al del sistema patriarcal. Pone toda su confi anza en el proletariado en tanto que portador de la posibilidad revolucionaria: quiere despertarlo cuando le parece adormecido por los éxitos sindicales y las tácticas de los partidos, pero jamás duda de que pueda no ser la nueva figura histórica. Luchando por cuenta de otro el joven se subordina una vez más, que es exactamente lo que siempre se ha pretendido de él. La mujer, cuya experiencia feminista es dos siglos más antigua que la del joven, y que, primero dentro de la revolución francesa, y luego de la rusa, ha intentado unir su problemática a la del hombre en el plano político, obteniendo tan sólo el papel de agregado, afirma que el proletariado es revolucionario en su enfrentamiento al capitalismo, pero reformista en su enfrentamiento al sistema patriarcal.

Según unas notas de Gramsci, “los jóvenes de la clase dirigente (en el sentido más amplio) se rebelan y pasan a la clase progresista que históricamente se ha convertido en capaz de tomar el poder: pero, en este caso, se trata de jóvenes que pasan, de ser dirigidos por los ancianos de una clase, a serlo por los ancianos de otra: sea como sea la subordinación real de los jóvenes a los ancianos, como generación se perpetúa” (De Los intelectuales y la organización de la cultura)

Desde la República de Platón, a la Utopía de Tomas Moro y a los socialistas utópicosdel 800, el ideal de la comunidad de bienes siempre ha sido acompañado por el corolario lógico de la disolución de la familia como núcleo de los intereses particulares. Marx y Engels prosiguen esta corriente de pensamiento; pero de todos modos todavía insisten no sobre el hecho de que la supresión del elemento económico deba llevar “a cada hombre a disponer de todas las mujeres y a cada mujer a disponer de todos los hombres” (Fourier), sino sobre una relación carente de implicaciones utilitaristas. La primera formulación hecha por Engels en los Principios del comunismo, en 1847, es la siguiente: “La ordenación comunista de la sociedad hará que la relación entre ambos sexos sea simplemente una relación privada que afectará tan sólo a las personas involucradas, y en la que la sociedad no tendrá porqué injerirse. Podrá ser así porque la propiedad privada se habrá eliminado, y se educará en común a los niños, destruyendo así los dos fundamentos del matrimonio tal como ha existido hasta ahora: dependencia de la mujer respecto al hombre y de los hijos respecto a los padres, debida a la propiedad privada”. Al año siguiente encontramos en el Manifi esto del Partido Comunista, de Marx y Engels: “¡Abolición de la familia! Incluso los más radicales se aterrorizan ante proyectos tan vergonzosos de los comunistas. ¿Cuál es el fundamento de la familia actual, de la familia burguesa? El capital, la ganancia privada... Pero vosotros, comunistas, intentáis adoptar la comunidad de mujeres, nos grita a coro toda la burguesía. El burgués no ve en su mujer más que un instrumento de producción. Oye que los instrumentos de producción deben ser disfrutados en común y naturalmente se siente autorizado a creer que las mujeres también correrán idéntica suerte. Ni siquiera piensa que el problema reside en esto: abolir la posición de la mujer como simple instrumento de producción”. Casi cuarenta años después, en Los orígenes de la familia, Engels precisa las relaciones entre la estructura económica y la familia según el materialismo histórico, y hace explícita su convicción de que el matrimonio encontrará, en el ámbito de la caída del capitalismo, su realización más humana: “Una vez disminuidas las consideraciones económicas...,se habrá llegado así a la igualdad de la mujer, y según todas las experiencias que hasta ahora conocemos, actuará, en medida muchísimo mayor que la hasta ahora conocida, para que los hombres se conviertan efectivamente en monógamos, antes que hacer que las mujeres sean poliándricas. Pero lo que seguramente desaparecerá de la monogamia son todos los caracteres que lleva impresos por haber nacido de las relaciones de propiedad: es decir, en primer lugar, el predominio del hombre; en segundo, la indisolubilidad... lo que hoy podemos presumir acerca de la ordenación de las relaciones sexuales, en cuanto el modo de producción capitalista haya sido liquidado, lo cual no puede tardar mucho en suceder, es principalmente de carácter negativo, y se limita en su mayor parte a aquellos que será suprimido. Pero, ¿qué se logrará? Esto se decidirá en cuanto haya madurado una nueva generación... La plena libertad para contraer matrimonio sólo puede ser conseguida en general cuando la eliminación de la producción capitalista y de las relaciones de propiedad que ella crea hayan alejado todas las consideraciones económicas secundarias, que todavía hoy ejercen una infl uencia tan potente sobre la elección del cónyuge. Entonces, en verdad, no existirá otro motivo de elección que la simpatía recíproca” Lenin actúa con ventaja al catequizar a las mujeres y los jóvenes que veían una relación directa entre la eliminación de la propiedad privada y el amor libre: “Bonito marxismo aquel para el que todos los fenómenos y todas las modificaciones que intervienen en la superestructura ideológica de la sociedad se deducen inmediatamente..., únicamente de la base económica. Un cierto Friedrich Engels, ya hace mucho tiempo, subrayó en qué consiste verdaderamente el materialismo histórico... En su Origen de la familia señala la importancia propia del desarrollo y del refinamiento del impulso sexual en relación con el individuo”. (De un coloquio con Lenin relatado por Clara Zetkin, en el Kremlin en 1920).

En los países del área comunista la socialización de los medios de producción apenas si ha cambiado la estructura familiar tradicional, más bien la ha reforzado, en la medida en que ha reforzado el prestigio y el papel de la figura patriarcal. El contenido de la lucha revolucionaria ha asumido y expresado personalidad y valores típicamente patriarcales y represivos, que han repercutido en la organización de la sociedad, primero como estado paternalista, y luego como un verdadero estado autoritario y burocrático. La concepción clasista, y por ello la exclusión de la mujer como parte activa en la elaboración de los temas del socialismo, ha hecho de esta teoría revolucionaria una teoría inevitablemente patricéntrica. Sexofobia, moralismo, conformismo, terrorismo, han cerrado sus redes sobre los roles sociales impidiendo aquella disolución que durante siglos había sido anhelada como resultado obvio de la eliminación de la propiedad privada. La familia es piedra angular del sistema patriarcal: está fundada, no sólo en los intereses económicos, sino también en los mecanismos psíquicos del hombre que en todas las épocas ha tenido a la mujer como objeto de dominio y como pedestal para sus empresas más elevadas.

El mismo Marx se comportó en vida como un marido tradicional, absorbido por su trabajo de estudioso e ideólogo, cargado de hijos, uno de los cuales lo tuvo con la doncella. La abolición de la familia no signifi ca, de hecho, ni comunidad de mujeres, como Marx y Engels ya habían aclarado, ni ninguna otra fórmula que haga de la mujer un instrumento ejecutivo del “progreso”, sino la liberación de una parte de la humanidad que habrá hecho oír su voz y se habrá enfrentado por primera vez en la historia, no sólo con la sociedad burguesa, sino con cualquier tipo de sociedad proyectada que tenga al hombre como protagonista, situándose así mucho más allá de la lucha contra la explotación económica denunciada por el marxismo. La continuación de la liberación de la mujer no se produce hoy en los países socialistas, en los que la estructura social ha alcanzado el rigor del alto medioevo, a causa de la imposición autoritaria de los mitos patriarcales rehabilitados por la revolución, sino dentro de los estados burgueses en los cuales el derrumbe de los valores sólo puede lograrse con la intervención femenina. Esto, de hecho, se produce como derrumbe de la concepción y la realidad patriarcales, cuyo éxito manifi esta la corrosión no sólo de la burguesía, sino de todo un tipo de civilización masculina. El marxismo se ha movido dentro de una dialéctica amo-esclavo, como contraste fundamental individualizado de la cultura de la naciente burguesía, a la que ha dado su concreción de clase. Pero la dictadura del proletariado ha demostrado con creces no ser portadora de la disolución de los roles sociales: ha mantenido y consolidado la familia como centro en el que se repite la estructura humana incompatible con cualquier mutación sustancial de los valores. La revolución comunista se ha logrado sobre unas bases político-culturales masculinas, con la represión y la instrumentalización del feminismo, y ahora tiene que enfrentarse a aquella rebelión contra los valores masculinos que la mujer desea llevar hasta el fondo, más allá de la dialéctica de clases interna al sistema patriarcal.

El feminismo, incluso en el momento culminante de la lucha por la dictadura del proletariado, se ha enfrentado de modo directo con la situación de la mujer, utilizando intuiciones y métodos de una gran apertura. Pero en aquellas circunstancias los “verdaderos” problemas y su impostación no desviacionista les eran exigidos a las mujeres, exigidos por la autoridad creando en ellas aquella frustración que las abocaba, sobre todo, a su propio holocausto.

Vuelve a ser Lenin quien habla con Clara Zetkin: “La lista de vuestros pecados, Clara, todavía no se ha terminado. He oído que en vuestras reuniones nocturnas dedicadas a la lectura y a las discusiones con las obreras, os ocupáis sobre todo de problemas sexuales y matrimoniales. Este argumento se hallaría en el centro de vuestras preocupaciones, de vuestra enseñanza política y de vuestra acción educadora. No podía dar crédito a lo que oía... Me han dicho que lo problemas sexuales también son argumento favorito de vuestras organizaciones juveniles. Nunca falta quien quiera extenderse sobre este particular. Esto resulta especialmente escandaloso y pernicioso para el movimiento juvenil. Estas discusiones pueden contribuir fácilmente a estimular y excitar la vida sexual de ciertos individuos, a destruir la fuerza y la salud de la juventud. También debéis luchar contra esta tendencia. El movimiento de las mujeres y de los jóvenes tiene muchos puntos de contacto. Por eso las mujeres comunistas y los jóvenes deben emprender un trabajo sistemático. Un trabajo que tenga por objetivo elevarles, transportarles del mundo de la maternidad individual al de la maternidad social... Las formas matrimoniales y las relaciones entre ambos sexos en el sentido burgués ya no son satisfactorias. En este campo se aproxima una revolución que corresponde a la revolución proletaria. Se comprende que toda esta madeja de problemas, tan extraordinariamente intrincados, preocupe profundamente tanto a las mujeres como a los jóvenes... Muchos jóvenes denominan su posición como “revolucionaria” y “comunista”. Y creen sinceramente que lo son. Pero nosotros, que somos viejos, no nos podemos engañar. Aunque yo no sea exactamente un asceta melancólico, esta nueva vida sexual de la juventud, e incluso de los adultos, me parece muy a menudo algo perfectamente burgués, uno de los múltiples aspectos de un lupanar burgués... Sin duda conocéis la famosa teoría, según la cual en la sociedad comunista la satisfacción de los propios instintos sexuales y el mismo impulso amoroso son tan simples y tan insignificantes como beber un vaso de agua... Pero un hombre normal, en condiciones igualmente normales, ¿se echará por los suelos en la carretera para beber de un charco de agua sucia? ¿O beberá en un vaso cuyos bordes llevan las marcas de decenas de labios ajenos?... Esta teoría del “vaso de agua” ha enloquecido a nuestra juventud, la ha enloquecido de verdad”.

En la carta de Lenin a Ines Armand de enero de 1915 leemos: “Querida amiga: recomiendo encarecidamente que el esquema del opúsculo sea escrito con mayor extensión... Hasta ahora debo hacer una sola observación: la “reivindicación (femenina) de la libertad amorosa” aconsejo que sea totalmente suprimida. En efecto, ésta se basa no en una reivindicación proletaria, sino burguesa” la contraposición propuesta por Lenin al “vulgar y cochino matrimonio campesino, intelectual y pequeño burgués, carente de amor” era “el matrimonio civil proletario con amor”. A consecuencia de este intercambio epistolar con Lenin, Ines Armand renunció a la publicación de su opúsculo para las trabajadoras. ¿En qué difiere la “reivindicación de la libertad amorosa” del “matrimonio civil proletario con amor”? La diferencia estriba en que el primero era formulado por las mujeres y acogido por los jóvenes como un tema de conducta revolucionaria, el segundo cristaliza los valores represivos y edifi cantes del hombre nuevo ligado al partido y a la ortodoxia religiosa. El amor libre era la versión feminista de la crítica a la familia; el matrimonio proletario la consecuencia viril llena de orden, salida de las premisas del comunismo, según Engels.

Cuando una mujer comunista de Viene publica un opúsculo sobre los problemas sexuales, Lenin se indigna: “Este opúsculo, qué necedad. Las pocas nociones exactas que contiene, las obreras ya las conocen por Bebel, y sin un esquema árido y pesado. Las hipótesis freudianas mencionadas en el opúsculo en cuestión le confieren un carácter pretendidamente “científico”, pero en el fondo se trata de un embrollo superfi cial. La misma teoría de Freud hoy sólo es un capricho de la moda” (Clara Zetkin, op. cit.)

Para Lenin la mujer podía desarrollarse para alcanzar la igualdad efectiva con el hombre cuando, en la sociedad comunista, se hubiese librado del trabajo doméstico improductivo para enfrentarse al trabajo productivo. Nosotras reconocemos en la competitividad productivista el plano del poder al que se halla vinculada la sociedad capitalista, sea de capitalismo privado o estatal. En ambas las gestiones de los medios de producción operan bajo la cobertura de una gama de valores económicos e ideológicos que sirven para que se pueda contar con el rendimiento máximo. Hoy en día la humanidad aparece definitivamente bloqueada por el automatismo masculino como función de una disposición de la sociedad, cuya diferenciación interna consiste en procurar no admitir la crudeza de una condición de hecho: la instrumentalización.

Ninguna ideología revolucionaria podrá convencernos de que las mujeres y los jóvenes tienen deberes y soluciones en la lucha, el trabajo, la sublimación y el deporte. Los hombres adultos perpetúan el privilegio de su control sobre aquéllos.

Nosotras vemos en el apoliticismo de la mujer tradicional la respuesta espontánea a un universo de ideologías y reivindicaciones en las que sus problemas no aparecen más que a duras penas, mientras que, desde la cumbre del paternalismo, se la interpela como masa de maniobra. Mientras los jóvenes trabajan por una revolución político social que les evite malograr sus vidas administrando una sociedad en la cual no se reconocen, hay alguien que cuenta con el entusiasmo neófito de las mujeres para solventar la crisis de la sociedad masculina: se les concede que ocupen aquellos cargos y se hace aparecer a esta maniobra como la compensación debida a su exclusión desde siempre, como una victoria del movimiento femenino. La industria ha necesitado una reserva de mano de obra que se encontraba en las mujeres, la sociedad de consumo tiene el proyecto de cargarnos con sus prestaciones en el sector terciario.

En la relación conclusiva de la Children’s employement comission de 1866, citada por Marx en el capítulo XIII del volumen I de El Capital, se afirma a propósito del trabajo del menor: “Niños y adolescentes tienen derecho a ser protegidos por la legislación contra el abuso de la autoridad paterna que quebranta prematuramente su salud física, y los degrada en la escala de los seres morales e intelectuales”. Marx prosigue comentando: “De todos modos no ha sido el abuso de la autoridad paterna el que ha creado la explotación directa e indirecta de la fuerza de trabajo inmadura por parte del capital; todo
lo contrario, ha sido el mundo capitalista de la explotación el que ha convertido en abuso la autoridad de los progenitores, eliminando el fundamento económico que le correspondía. Por eso, por más terrible y repelente que parezca la disolución de la familia de viejo estilo dentro del sistema capitalista, a pesar de ello, la gran industria crea el nuevo fundamento económico para una forma superior de la familia y de la relación entre ambos sexos, con la parte decisiva que otorga a las mujeres, a los adolescentes y a los niños, tanto varones como hembras, en los procesos productivos socialmente organizados más allá de la esfera doméstica”. Desde los ritos de iniciación de los pueblos primitivos, a la guerra, la patria potestad, el aprendizaje y el trabajo, la autoridad paterna siempre se ha manifestado como aquello que caracteriza a toda autoridad: un abuso, diferente según cada circunstancia, pero cuyo objeto, mujeres y jóvenes siempre han guardado una relación entre ellos. En su utilización por parte del capitalismo Marx ve las premisas de una forma superior de familia, una vez derrocada la propiedad de los medios de producción. La previsión de la cultura revolucionaria ha quedado, a todas luces, contradicha: despreciaba las exigencias de aquella categoría de oprimidos cuya liberación era pospuesta por todo desarrollo de la sociedad masculina, incluido el marxista, a base de proyectar una autoridad patriarcal que tuviese todo el aspecto de ser una igualdad. La rebelión femenina lleva en sí misma la condición para desatascar al mundo de las alternativas en las que se halla paralizado: la gran industria ha creado el fundamento económico no para una familia de tipo superior, sino para la ruptura del contrato y del modelo familiar. Ruptura que sólo la mujer puede alcanzar, puesto que ha sido
condenada a perpetuidad en las instituciones que constituyen la base del dominio masculino.

La maternidad se ha desnaturalizado por el desprecio entre ambos sexos, por el mito impersonal de la continuación de la especie, y por la rendición forzada de la vida de la mujer, pero, a pesar de todo, ha sido nuestra fuente de pensamientos y sensaciones, la circunstancia de una iniciación particular. No somos responsables de haber engendrado a la humanidad desde nuestra esclavitud: quien nos ha hecho esclavas no ha sido el hijo, sino el padre. Antes de ver en la relación madre-hijo un compás de detención de la humanidad, recordemos la cadena que siempre nos ha oprimido con un único lazo: la autoridad paterna. Contra ella se ha creado la alianza de la mujer y el joven. Que no nos pregunten qué pensamos del matrimonio y de su paliativo histórico, el divorcio. Las instituciones creadas para asegurar el privilegio del hombre reflejan una impostación no más tolerable que las relaciones entre los sexos.

Nosotras hacemos saltar todos, absolutamente todos los instrumentos de tortura de la mujer. “Nosotras odiamos, sí, odiamos, todo cuanto tortura y oprime a la mujer trabajadora, al ama de casa, a la aldeana, a la mujer del pequeño comerciante y, en muchos casos, a la mujer de las clases pudientes. Reivindicamos de la sociedad burguesa una legislación social a favor de la mujer porque nosotras comprendemos su situación y sus intereses, y a ellos dedicaremos nuestra atención durante la dictadura del proletariado” (Lenin, en el coloquio referido por C. Zetkin.)

La familia es la institución en la cual se han expresado los tabúes con los que el hombre adulto siempre ha circundado las relaciones libres entre la mujer adulta y el joven. El psicoanálisis ha vuelto a plantear esta situación en términos de la tragedia que le había decretado la antigüedad. La tragedia es una proyección masculina porque en el momento en que el hombre es empujado de sus ciclos vitales hacia nuevos objetos sexuales, no soporta que la mujer manifieste sus deseos y que cualquier repercusión se verifique en el ámbito de sus posesiones.

El mito del amor materno se desata en el instante en que la mujer, en la época más plena de su vida, encuentra auténticamente, en el intercambio natural con la juventud, el sentido de alegría, placer y diversión, que los tabúes de la organización patriarcal le permiten transferir sólo a sus hijos. Tras el complejo de Edipo no se halla el tabú del incesto, sino el goce por parte del padre de este tabú con el fin de salvaguardarse.

Se destruye una imagen significativa del pasado: una escalera que por un lado es ascendida orgullosamente por el hombre, mientras que por el otro la mujer la va descendiendo fatigosamente. Aquella pizca de orgullo que se le concede en una fase de su vida no es suficiente para sostenerla hasta su conclusión.

Cuando la causa de la mujer se plantea, ya está vencida. De la cultura a la ideología, a los códigos, a las instituciones, a los ritos y a las costumbres, existe una circularidad de supersticiones varoniles sobre la mujer: toda situación privada está contaminada por este territorio interior del que el hombre va extrayendo presunción y arrogancia. El joven está oprimido por el sistema patriarcal, pero al mismo tiempo ofrece su candidatura como opresor; el estallido de intolerancia de los jóvenes tiene este carácter de ambigüedad interna. La cultura patriarcal mantiene la acción falsificadora de sus esquemas incluso dentro de los modos en los que se articula la rebelión juvenil: interpretando el movimiento “hippie” como un movimiento religioso, los estudiantes comprometidos se sirven de una etiqueta políticamente desacreditada para obrar con paternalismo. Desde la cumbre de sus certidumbres ideológicas afirman: he aquí un episodio significativo, un momento no dialéctico de la sociedad. Pero nosotras incluso reconocemos el mérito de esto, de esta huida disgustada del sistema patriarcal: tal actitud representa el abandono de la cultura de la toma del poder y de los modelos políticos de los grupos de participación masculina. Los “hippies” no escinden la existencia entre momentos privados y públicos, y su vida es un amasijo de masculino y femenino. La muchacha que se aleja frustrada de los grupos políticos estudiantiles o acepta, frustrada, su adecuación al comportamiento cultural revolucionario de sus compañeros, se encuentran en una alternativa cuyas premisas se refieren a la colectividad varonil: ellos escudriñan como un sector separado lo que desde siempre ha sido su campo de acción. La globalidad de los problemas es una ficción mientras los hombres mantengan el monopolio, no sólo de la cultura burguesa, sino también de la cultura revolucionaria y socialista. Lo irrisorio de esta jerarquía se ha puesto de manifi esto con los “hippies”, muchachos y muchachas, que han formado una comunidad de tipo no viril sobre los despojos desprestigiados de los comportamientos agresivos y violentos, historia de la belicosidad de los padres, a quienes la ideología siempre había dado los instrumentos racionales necesarios para justificar su conducta en vista a los fines de una modificación del mundo. La ausencia forzada de la mujer de todo el arco vital de la comunidad ha agigantado los comportamientos aberrantes del hombre en la lucha por un modo de vivir y pensar. La reaparición de la mujer ha dado empuje a una marginación voluntaria de la juventud que manifiesta, de todos los modos posibles, destructivos, pero pacíficos, la convicción de que se debe partir de cero.

Que los “hippies” puedan ser reabsorbidos por la sociedad establecida, como muchos profetizan y esperan, no disminuye la turbación que su aparición improvisada e inesperada ha provocado en la escena mundial. Ya ha sucedido antes que los muchachos y muchachas que por primera vez combatían por ellos mismos en las montañas, durante la guerra de guerrillas, han visto desaparecer “su” horizontes de autogestión y de sociedad inmune de paternalismo, con la organización postbélica sobre las consabidas plataformas del poder político, económico y cultural, que temporalmente ha cancelado la sensación de haberse liberado del nazi-fascismo. En lugar de prever el tipo de fragilidad sobre la que se mantienen los “hippies”, nosotras observamos que el poder patriarcal les persigue y asila, no sólo en tanto que imperialismo, sino incluso dentro de la aristocracia cultural de los jóvenes progresistas.

Toda la estructura de la civilización, como una cacería, empuja la presa hacia los puntos en los que será capturada: el matrimonio es el momento conclusivo en el que se produce su cautiverio. Mientras los estados aprueban el divorcio y la iglesia católica se debate por negarlo, la mujer revela su madurez denunciando la absurda reglamentación de las relaciones entre los sexos. La crisis del hombre se demuestra en su aferramiento a las fórmulas: porque en ellas se encuentra la consagración que le hace superior.

La mujer se halla sometida, toda la vida, a la dependencia económica, primero de la familia, del padre, luego del marido. Pero su liberación no consiste en lograr la independencia económica, sino en demoler aquella institución que la ha hecho más esclava y durante más tiempo que los esclavos. Todo pensador que ha dirigido una amplia mirada a la situación humana ha remachado con su propio punto de vista la inferioridad de la mujer. Incluso Freud ha encontrado la tesis de la maldición femenina en el presunto deseo de una completitud que
es identifi cada con el pene. Mostramos nuestra incredulidad ante el dogma siconalítico que atribuye a la mujer, en su más tierna edad, el sentido de comenzar en desventaja por la angustia metafísica de su diferencia.

En todas las familias el pene del niño es una especie de hijo del hijo, al que se alude con complacencia y sin inhibiciones. El sexo de la niña, sin embargo, es ignorado: no tiene nombre, ni afecto, ni carácter, ni literatura. Se aprovecha su ocultamiento fisiológico para callar su existencia: la relación entre macho y hembra no es, pues, una relación entre dos sexos, sino entre un sexo y su carencia. En el epistolario de Freud con su novia leemos: “Querido tesoro, mientras tú te solazas con los cuidados domésticos, yo me siento atraído por el placer de resolver el enigma de la estructura del cerebro” Indaguemos en la vida privada de los grandes hombres: la vecindad de un ser humano considerado en los momentos más desapasionados inferior, ha colmado los gestos más comunes de una aberración a la que nadie se ha sustraído. Nuestra observación directa es que no vemos genios ni individuos que hayan realizado globalmente, sobre todos los frentes, la posición justa. Nadie ha desmentido las trampas de la naturaleza humana.

Nosotros vivimos en este momento, y éste es un momento excepcional. Queremos que el futuro sea imprevisto, no excepcional. Nos importa muchísimo que sea salvaguardado aquel impulso extraordinario de la osadía emotiva de la mujer que pertenece al período vital de la juventud, y con el cual los individuos sientan las bases de la creatividad que dará impronta a su vida. El engaño que puede extraviar a la muchacha es pensar que es recuperable en el tiempo una experiencia psíquica de la que ha sido privada en su juventud.

La mujer emancipada es un modelo estéril porque propone el ajuste de una personalidad que no ha tenido sus escapes en el momento oportuno. Si miramos hacia atrás podemos reconocernos en las ocasiones de creatividad que han aparecido casualmente en el mundo femenino, pero, sobre todo, en la dispersión de inteligencias que se producido en todas las épocas con la coerción y la domesticidad cotidianas. Sobre esta hecatombe el idealismo ha continuado haciendo proliferar los mitos de la femineidad. Nosotras no queremos que se haga una distinción entre mujeres mejores o peores, porque lo que nos interesa es el punto más interno que cada una tiene en común con las otras y que para todas es tan vivo y doloroso.

El movimiento feminista no es internacional, sino planetario. La escisión entre
infraestructura y superestructura ha sancionado una ley según la cual las mutaciones de la humanidad, desde siempre y para siempre, han sido y serán mutaciones de estructura: la superestructura ha reflejado y reflejará estas mutaciones. Este es el punto de vista patriarcal. Según nosotras, la creencia en los reflejos ha periclitado. Nuestra acción es la desculturación por la que optamos. No se trata de una revolución cultural que sigue e integra la revolución estructural, no se basa en la verificación a todos los niveles de una ideología, sino en la carencia de necesidad ideológica. La mujer no ha contrapuesto a las construcciones del hombre más que su dimensión existencial: no han salido de entre ellas jefes, pensadores, científicos, pero ha poseído energía , pensamiento, coraje, decisión, atención, sentido, locura. Las huellas de todo esto se han borrado porque no estaban destinadas a perdurar, pero nuestra fuerza estriba en no poseer ninguna mistificación de los hechos: actuar no es una especialización de casta, aunque se convierte en ello mediante el pode por el que está orientada la acción. La humanidad masculina se ha adueñado de este mecanismo cuya justificación ha sido la cultura. Desmentir la cultura significa desmentir la valoración de los hechos que constituyen la base del poder.

La maternidad es el momento en el que la mujer, recorriendo las etapas iniciales de la vida en simbiosis con el hijo, se desculturiza. Ve el mundo como un producto extraño a las exigencias primarias de la existencia que está reviviendo. La maternidad es su “vuelo”. La conciencia de la mujer se vuelca espontáneamente hacia adentro, hacia los orígenes de la vida, y se interroga. El pensamiento masculino ha ratificado el mecanismo que hace parecer necesaria la guerra, el caudillaje, el heroísmo, el abismo generacional. El inconsciente masculino es un receptáculo de sangre y de temor. Porque reconocemos que el mundo se halla habitado por estos fantasmas de muerte y vemos en la piedad el papel impuesto a la mujer, nosotras abandonamos al hombre para que toque el fondo de su soledad.

“...La guerra preserva la salud ética de los pueblos en su indiferencia hacia el hábito y la inmovilidad; del mismo modo como el movimiento de los vientos preserva el agua de los lagos de la putrefacción que se produciría si existiese una prolongada bonanza, así una paz prolongada, o aun peor perpetua, llevaría a los pueblos a la putrefacción- puesto que el hombre es negativo-o-negador por su propia naturaleza, y debe continuar siendo negativo-o-negador, y no convertirse en algo fijo-y-estable”. (Hegel, del Derecho natural, 1802.)

Incluso los más recientes análisis sicológicos y psicoanalíticos sobre los orígenes y motivos de la institución de la guerra aceptan como ley natural de la raza humana la sumisión de la mujer al hombre. Se estudia el comportamiento de los individuos y de los grupos primitivos y actuales dentro del absoluto patriarcal, sin reconocer, en el dominio del hombre sobre a mujer, la circunstancia del engaño en la que ya se manifiesta un curso psíquico alterado. El padre y la madre de los que continuamente se habla como sujeto y objeto de los procesos de proyección que invisten y deforman la que podría ser una elaboración normal de los datos de la realidad, no son dos entidades primarias, sino el producto de una prevaricación entre los sexos que ha encontrado su asentamiento en la familia. Sin estas premisas, se elude la supresión de las causas síquicas de la guerra como amenaza atómica, bien postulando un retorno a los valores privados como la negación de la soberanía del estado, bien promoviendo una institución que prohíba la guerra como delito individual. Pero de este modo se olvida, por un lado, que los valores privados son los valores de la familia y que la familia ha fi rmado la rendición incondicional de la mujer al poder masculino, consolidando aquel mecanismo de angustias patológicas y de defensas relativas a partir de las cuales se desarrolla la vida de la comunidad como vicariante, y, por otro, que la enfermedad mental de la humanidad no puede elegir por sí misma su salvación en una forma autoritaria y someternos a ella.

En L’Unitá del 4 de junio de 1944 se lee: “Italia es nuestra Patria y nuestra madre común: y es nuestro deber, deber de todos los ciudadanos italianos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, combatir por su honor y su libertad”. Togliatti.
Con motivo de la muerte de Nasser (acontecida estos días, setiembre de 1970) un periódico libanés ha escrito: “Cien millones de árabes se han sentido inesperadamente huérfanos”

El fantasma obsesivo que utiliza la propaganda racista es el estuprador, el del superdotado sexual que roba y viola a las mujeres. En la concepción hegeliana, Trabajo y Lucha son la acciones de las que parte el mundo humano como historia masculina. Sin embargo, el estudio de los pueblos primitivos sirve para constatar que el trabajo es atributo femenino, y la guerra oficio específico del macho. Hasta tal punto que cuando se halla privado de la guerra, o vencido y reducido al trabajo, el hombre afirma haber dejado de serlo, y sentirse transformado en mujer. En los orígenes, por tanto, la guerra aparece estrechamente conexa a la posibilidad de identificarse y de ser identificado como sexo, superando así, mediante una prueba externa, la ansiedad interior por el fallo de la virilidad propia. Nosotras nos preguntamos en qué consiste esta angustia del hombre que recorre luctuosamente toda la historia del género humano, devolviendo siempre a un punto de insolubilidad todo esfuerzo por salir de la disyuntiva de la violencia. La especie masculina se ha expresado matando, la femenina trabajando y protegiendo la vida: el psicoanálisis interpreta las razones por las que el hombre ha considerado la guerra como tarea vil, pero no nos dice nada sobre la concomitancia con la opresión de la mujer. Y las razones que han llevado al hombre a institucionalizar la guerra, como válvula de escape de sus conflictos interiores, nos hacen creer que tales conflictos son fatales para él, que son un primun de la condición humana. Pero la condición humana de la mujer no manifiesta la misma necesidad; al contrario, ella llora por la suerte de los hijos que han sido enviados al matadero e, incluso en la misma pasividad de su pietas, escinde su papel de aquél del hombre.

Hoy nosotras intuimos una solución para la guerra mucho más realista que las ofrecidas por los estudiosos: ruptura del sistema patriarcal mediante la disolución de la institución familiar por obra de la mujer. Así se podrá verificar aquel proceso de renovación de la humanidad a partir de la base, proceso que ha sido invocado muchas veces sin que se supiese a santo de qué milagro debía producirse una normalización de la humanidad.

El Trabajo como Lucha señala el paso de la supremacía de la cultura masculina. La mujer sabe lo que es la atmósfera de tensión de la familia: de ahí parte la tensión de la vida colectiva. Devolvámonos a nosotras mismas la grandiosidad de la ruina histórica de una institución que, en cuanto condena simulada de la mujer, ha terminado por revelarse como condena auténtica del género humano. Que no nos consideren ya más las continuadoras de la especie. No demos hijos a nadie, ni al hombre ni al Estado: démoslos a sí mismos, restituyámonos nosotras a nosotras mismas. En el moralismo y en la razón de Estado reconocemos las armas legalizadas para subordinar a la mujer; en la sexofobia la hostilidad y el desprecio para desacreditarla. El veto contra la mujer es la primera regla de la que los hombres de Dios extraen la conciencia de ser ejército del Padre. El celibato de la iglesia católica es el nudo angustioso en el que la postura negativa de hombre hacia la mujer deviene institución. Durante siglos se ha ensañado sobre ella casi inexplicablemente a través de los concilios, disputas, censuras, leyes y violencias.

La mujer es la otra cara de la tierra. La repetición de las previsiones filosóficas lleva a un universo homologado por la sabiduría: así es proyectada la amarga felicidad del genio cuando es viejo. Pero el hombre y la mujer no podrán ser homologados, la sabiduría es el paraíso masculino de la filosofía. La cultura ha definido el sentido religioso y el sentido estético, dos actitudes de la humanidad discordantes con el poder, y ha hecho encajar el comportamiento relativo a ellas en dos grandes categorías del poder: la institución religiosa y la institución artística. Nosotras observamos en la transferencia religiosa un modo de vivir las leyes patriarcales en una zona metafísica que desprecia los sucesos del mundo histórico y se opone a ellos; y en la actuación artística observamos un operar confuso de los valores autoritarios que son sometidos al capricho de la propia y libre insubordinación. Mientras el religioso y el artista dan la máxima importancia al hecho de actuar en el sentido con el que congenian, la sociedad continúa aplicando, incluso a ellos, el cánon del éxito para utilizar su prestigio.

Nosotras elegimos libremente nuestros amigos, no entre aquellos que alardean de nuestra causa, sino entre los que no se han manchado con las culpas excesivas secundando el curso de la represión. La afi nidad caracterológica que encontramos con lo artistas está en la coincidencia inmediata entre el hacer y el sentido del hacer, sin la angustia que todos los otros tienen de recurrir a una garantía de la cultura.

Leamos la respuesta de Freud a Karl Abraham, que le había enviado un dibujo
expresionista, en diciembre de 1922: “Querido amigo, he recibido el dibujo que seguramente quería representar su cabeza. Es horroroso. Sé que es una excelente persona y me siento herido más profundamente por el hecho de que una pequeña laguna en su personalidad, como su tolerancia o simpatía por el “arte” moderno, haya de ser castigada tan cruelmente...A personas como estos artistas no se les debería permitir el acceso a los círculos analíticos porque ilustran del modo más desagradable la teoría de Adler según la cual son precisamente los individuos nacidos con graves defectos de la vista los que se convierten en pintores o dibujantes. Permítame olvidarme del retrato al mandarle mis mejores deseos para el año 1923”.

La mujer no se halla en una relación dialéctica con el mundo masculino. Las exigencias que viene clarificando no implican una antítesis, sino un moverse en otro plano. Este es el punto en el que más costará que seamos comprendidas, pero es esencial no dejar de insistir en él. Incluso en las revoluciones socialistas, vemos cómo se prolonga aquel mecanismo de disfunción de la psique humana, que políticamente es considerado herencia de las condiciones burguesas, y al que continua oponiéndoseles, como antídoto, la meditación sobre los datos de sabiduría y de realismo elaborados por el Padre. En este sentido la ideología política ha sustituido la teología en la confrontación con las masas. La corrupción de la democracia tanto sobre bases capitalistas como comunistas estriba en que cada uno se ejercita en aquel paternalismo que se produce en el poder, como si debiese ser cada uno de ellos quien lo regentase.

El movimiento feminista está lleno de intrusos políticos y filantrópicos. Protejámonos, que los observadores masculinos no nos vayan a convertir en tema de estudio. El consenso y la polémica nos son indiferentes. Lo que creemos más digno para ellos es no entrometerse. No debemos tragar la píldora dorada de aquellos que nos azuzan contra los representantes de su propio sexo. Cada una de nosotras posee en su experiencia privada la dosis de desdén, de comprensión y de intransigencia suficiente para encontrar soluciones más imaginativas. Nuestra insistencia tiene un carácter de apropiación de nosotras mismas y su legitimidad viene justificada por el hecho de que en cada laguna nuestra siempre se ha introducido alguien que ha sido más veloz para apropiarse de nosotras.

Para la muchacha de la universidad no es el lugar en el que se produce su liberación gracia a la cultura, sino el lugar en el que se perfecciona su represión, ya tan excelentemente cultivada en el ámbito familiar. Su educación
consiste en inyectarle lentamente un veneno que la inmoviliza en el umbral de los gestos más responsables, de la experiencias que dilatan el sentido de uno mismo.
Nuestro trabajo específico consiste en buscar por doquier, en cualquier problema o suceso del pasado o del presente, la relación con la opresión de la mujer. Sabotearemos todo aspecto de la cultura que continúe ignorándolo tranquilamente.

Nosotras vemos como si el hombre, después de las atrocidades colectivas del nazismo, del fascismo, del estalinismo y las que todavía llevan a cabo los imperialistas, todavía creyese posible poder rescatar estos terribles acontecimientos verifi cados sobre el escenario histórico. Su probabilidad siempre está presente, aun cuando tengamos en cuenta todo el trabajo realizado para circunscribir el fenómeno.

En realidad el drama del hombre consiste en que, habituado desde siempre a encontrar en el mundo exterior los motivos de su angustia como datos de una estructura hostil contra la que luchar, ha llegado al umbral de la conciencia de que el nudo insoluble de la humanidad está dentro de él, en la rigidez de una estructura psíquica que ya no consigue contener por más tiempo su carga destructiva. Así se ha establecido en el mundo la sensación de estar viviendo una crisis irreversible para la que siempre resulta una alternativa la vieja bandera socialista. La autocrítica emanada de la cultura parece haberse encarrilado por un camino de presunción e inconsciencia. El hombre debe abandonarla para romper la continuidad histórica del protagonista. Esta es la transformación que queremos que acontezca. Desde las primeras feministas hasta hoy han pasado ante los ojos de las mujeres las gestas de los últimos patriarcas. Ya no veremos nacer a otros. Esta es la nueva realidad en la que nos movemos todos. De ella parte la reconsideración de los fermentos, agitaciones y temas de la humanidad femenina que había sido mantenida aparte.

La mujer, tal como es, es un individuo completo: la transformación no debe producirse en ella, sino en cómo ella se ve dentro del universo y en cómo la ven los otros. Hemos perdido conciencia del significado de las contraposiciones del pensamiento: cuando efectuamos nuestras observaciones no pretendemos ponerlas en el ámbito de los contrarios, sino progresivamente, una después de la otra, para reconstruir el conjunto de todos los datos que hemos encontrado y hacer nuestro inventario. Consideramos nocivo el consumo, incluso el de las ideas que nos gustan, por la inmediata colocación dialéctica que las hace comestibles.

Hacemos todas las operaciones subjetivas que nos procuren espacio a nuestro alrededor. Con esto no queremos aludir a la identifi cación: ésta tiene un carácter obligatorio masculino que destroza el florecimiento de una existencia y la tiene bajo el imperativo de una racionalidad con la que se controla dramáticamente, día a día, el sentido del fracaso o del éxito. El hombre se halla vuelto sobre sí mismo, sobre su pasado, sobre su finalidad, sobre su cultura. La realidad le parece agotada, buena prueba de ello son los viajes espaciales. Pero la mujer afirma que la vida, para ella, sobre este planeta, aun está por iniciarse. Ella es capaz de ver allí donde el hombre ya no ve nada.

El espíritu masculino ha entrado definitivamente en crisis al desencadenar un mecanismo que ha tocado el límite de seguridad de la supervivencia humana. La mujer abandona su tutela reconociendo como centro propulsor de la peligrosidad la estructura caracterológica del patriarca y su cultura. “Cada uno debe conocer necesariamente si el otro es una conciencia absoluta; debe ponerse necesariamente en sus enfrentamientos con el otro en una relación tal que eso salga a la luz; debe ofenderlo. Y cada cual puede saber si el otro es totalidad sólo obligándole a asomarse hacia la muerte; y, del mismo modo, cada uno se muestra a sí mismo como totalidad sólo asomándose a la muerte. Si se detiene en sí mismo, más acá de la muerte... entonces es para el otro, de manera inmediata, una no totalidad... se convierte en esclavo del otro... Este reconocimiento de los particulares es pues, en sí mismo, contradicción absoluta: el reconocimiento no es otra cosa que el ser-dado por la Conciencia como totalidad, en otra conciencia, pero en cuanto la primera conciencia se hace objetivamente real, suprime dialécticamente a la otra Conciencia: de este modo el reconocimiento se suprime dialécticamente por sí mismo. No se realiza sino que, por el contrario, cesa de ser en cuanto es. Y, no obstante, la Conciencia sólo es al mismo tiempo en cuanto acto-de-ser-reconocida por otro, y al mismo tiempo sólo es Conciencia en cuanto unidad numérica absoluta, y debe ser reconocida como tal; pero esto significa que debe tener necesariamente como fin la muerte del otro y la muerte propia, y que ésta sólo es en la realidad objetiva de la muerte” (Hegel).

La especie masculina ha desafiado continuamente la vida y ahora desafía la supervivencia; la mujer ha permanecido en la esclavitud por no haber aceptado; ha continuado siendo inferior, incapaz, impotente. La mujer reivindica la supervivencia como valor. El hombre ha buscado el sentido de la vida más allá de la vida y en contra de la propia vida; para la mujer vida y sentido de la vida superponen continuamente. Hemos tenido que esperar miles de años para que la angustia del hombre ante nuestra postura dejase de ser considerada como prueba de nuestra inferioridad. La mujer es inmanencia, el hombre trascendencia: en esta contraposición la filosofía ha espiritualizado la jerarquía de los destinos. En cuanto era el trascendente quien hablaba no podía existir dudas sobre la excelencia de su gesto; y, si la femineidad es inmanencia, el hombre ha tenido que negarla para dar inicio al curso de la historia. Por eso el hombre ha prevaricado, pero sobre un dato de oposición necesario. La mujer sólo tiene que poner su trascendencia. En verdad los filósofos han hablado en exceso: ¿en qué se han basado para reconocer el acto de trascendencia masculino, en qué para negárselo a la mujer? Frente a la eficacia de los hechos se recurre a una trascendencia y se la considera como acto originario, mientras que se la niega allí donde no existe la confirmación de un poder constituido. Pero considerar la trascendencia a partir de la confirmación de los hechos es típico de la civilización patriarcal: como civilización absoluta del hombre se admiten dentro de ella todas las alternativas, y la mujer ha tenido que sufrir su condicionamiento al ser reconocida como principio de inmanencia, de quietud, y no como otro modo de trascendencia que ha permanecido reprimido, a instigación de la supremacía del hombre. Hoy la mujer enjuicia abiertamente esa cultura y esa historia que tienen como supuesto la trascendencia masculina, y enjuicia esa trascendencia. A través de todo tipo de traumas conscientes e inconscientes, también el hombre ha empezado a considerar en crisis su papel de protagonista.

Pero la autocrítica del hombre no pierde de vista el axioma de que todo lo que es real es racional, y continúa presentando su candidatura, justificándola como necesidad de superación. La mujer ya está harta de los modos en que el hombre se ha superado en oprimirla, y, hoy en día, al deplorar su inmanencia. La autocrítica debe dejar paso a la imaginación. Al hombre, al genio, al visionario racional nosotras le decimos que el destino del mundo no es andar siempre adelante, como se lo prefigura su apetencia de superación. El destino imprevisto del mundo está en recomenzar el camino para recorrerlo con la mujer como sujeto.

Reconocemos en nosotras mismas la capacidad para convertir este instante en
una modificación total de la vida. Quien no pertenece a la dialéctica amo-esclavo toma conciencia e introduce en el mundo el Sujeto imprevisto.

Nosotras negamos, por considerarlo absurdo, el mito del hombre nuevo. El concepto de poder es el elemento de continuidad del pensamiento masculino y, por eso, de las soluciones finales. El concepto de la subordinación de la mujer lo sigue como una sombra. Toda profecía que se monte sobre estos postulados es falsa. El problema femenino es, por sí mismo, medio y fin de las mutaciones sustanciales de la humanidad. No necesita un futuro. No hace distingos entre proletariado, burguesía, tribu, clan, raza, edad, cultura. No viene ni de arriba ni de abajo, ni de la élite ni de la base. No está dirigido ni organizado no es difundido ni tiene propaganda. Es una palabra nueva que un sujeto nuevo pronuncia, y confía al instante mismo su difusión. Actuar se convierte en algo simple y elemental. No existe la meta, existe el presente. Nosotras somos el pasado oscuro del mundo, nosotras realizamos el presente.

Verano de 1970




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