Si torturar es infligir a una persona, con cualquier utensilio o método,
un grave dolor físico o psicológico, con intención de castigarla u
obtener algo de ella (información, una confesión, obediencia,
sumisión…), entonces, la cárcel y el sistema penal cuyo centro ocupa,
así como el régimen de dominación y explotación capitalista a cuyo
servicio está evidentemente la acción punitiva del Estado, se pueden
definir como máquinas de tortura. Sin embargo, por razones que iremos
explicando en el desarrollo de este texto, nos referiremos en primer
lugar a la tortura y a los tratos crueles, inhumanos o degradantes más
evidentes, es decir, el empleo de la violencia física directa, usados
rutinariamente por los agentes de la administración del Estado para
alcanzar los fines de la misma, y enseguida, a los que son consecuencia
inmediata de su funcionamiento “normal”.
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Manifiesto para una lucha contra las torturas y malos tratos en las cárceles del Estado español
Las primeras en constatar que los malos
tratos y las torturas constituyen un instrumento empleado sistemática y
cotidianamente por los carceleros para hacer funcionar la máquina
penitenciaria son las propias personas presas. Especialmente, algunas
que ya se han significado a menudo por su actitud rebelde frente a la
institución y por una lucha permanente y desesperada contra ella en
defensa de su dignidad. Para los servidores de la dominación, su actitud
insumisa es razón suficiente para deslegitimar sus denuncias; para
nosotros, sucede precisamente lo contrario. En los relatos sobre sus
experiencias de lucha y sobre la represión consiguiente, constatan
también la ineficacia de los procedimientos institucionales de
prevención contra la tortura y algunas estiman la necesidad de
sustituirlos por otros. Desde luego que no confían en los “Jueces de
Vigilancia Penitenciaria” ni en el resto de tribunales y juzgados, ni
en la “Secretaría General de Instituciones Penitenciarias”, ni en el
“Defensor del Pueblo” y denuncian incluso su complicidad en la creación
de las condiciones de su indefensión frente a la tortura.
Entidades nada sospechosas de radicalismo
antisistema como el “Relator especial”, el “Subcomité contra la
tortura”, o el “Comité de los Derechos del Niño”, los tres de la ONU,
“Human Rights Watch”, “Amnistía Internacional”, el “Tribunal Europeo de
Derechos Humanos” y otras organizaciones más o menos gubernamentales han
denunciado también la existencia de la tortura en el territorio del
Estado español y la impunidad creciente con que se practica, así como
ciertas situaciones institucionales que la favorecen, como los regímenes
de incomunicación de detenidos o de aislamiento de presos.
A pesar de la adhesión formal del Estado
español a todas las convenciones, protocolos y pactos internacionales
contra la tortura habidos y por haber, hay muchos signos de que no
existe voluntad política de erradicar esa siniestra y repugnante
práctica. Los gobernantes, legisladores, magistrados y administradores
españoles participan fervorosamente en el ritual de la impunidad: han
instaurado la cadena perpetua de hecho; han apuntalado legalmente el
régimen FIES; mantienen y piensan mantener la detención incomunicada;
defienden a los torturadores cuando son denunciados, los indultan cuando
llega a condenárseles, y hasta los han ascendido o condecorado en
muchas ocasiones.
También ha quedado demostrado el
corporativismo de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en
defensa de su arbitrariedad represiva y la indulgencia que, lo mismo que
los políticos, les prodigan los tribunales y la mayor parte de los
medios de comunicación, por la que se hacen descaradamente cómplices de
sus abusos. Aunque no existe nada parecido a una opinión pública
independiente, a juzgar por su pasividad, se puede pensar fácilmente que
la mayor parte de la población acepta sin el menor escrúpulo el
adoctrinamiento de los “creadores de opinión”.
Por otra parte, los mecanismos
recientemente montados en cumplimiento de los acuerdos internacionales
suscritos por el Estado español se amalgaman con los que ya no
funcionaban. Designando como “Mecanismo Nacional de Prevención” (de la
tortura) al “Defensor del pueblo”, que no ha mencionado la palabra
tortura más que una sola vez desde su creación y la ha borrado incluso
de las siglas de su nuevo título europeo, y que en su primer informe en
cumplimiento de esas nuevas funciones no menciona tampoco ni un solo
caso de la misma. O nombrando vocal español del “Comité para la
Prevención de la Tortura” del Consejo de Europa a un juez de la
Audiencia Nacional como Baltasar Garzón, acostumbrado, en la ejecución
de sus tareas en ese tribunal de excepción, a montar sus sensacionales
sumarios sobre atestados policiales consistentes en informaciones
logradas dentro del régimen de incomunicación mil veces denunciado como
propiciador de la tortura, y en declaraciones de los imputados
conseguidas igualmente, sin preocuparse lo más mínimo por las denuncias
de haber sido torturados interpuestas las más de las veces por ellos.
Eso convierte en la práctica esas instituciones en nuevos “ritos de
impunidad”, mecanismos de ocultación y lavado de cara que garantizan la
impunidad efectiva de los torturadores en lugar de impedirla.
Existe una Coordinadora para la
Prevención y Denuncia de la Tortura, compuesta de una cierta cantidad de
grupos, con sede en diferentes puntos del territorio del Estado español
que, aunque bastante heterogéneos, tienen en común su preocupación por
el control, visibilización, denuncia y prevención de la tortura desde la
“sociedad civil”. Hace años que, aparte de las actividades propias de
cada grupo, vienen formando una base de datos sobre la tortura, cuyos
contenidos van dando a conocer por medio de informes anuales, y
elaborando y difundiendo también de forma sostenida un discurso crítico
muy coherente sobre el tema. Esos informes indican una cantidad
importante de denuncias (más de 7000 desde 2001), señalando asimismo el
hecho evidente de que la tortura está generalizada en todo el territorio
del Estado español, en todos los lugares de encierro especialmente, y
que han sido denunciadas reiteradamente todas las policías y cuerpos de
carceleros y agentes de seguridad del Estado. Informan también del
imponente número de muertes bajo custodia que se producen constantemente
(853 desde 2001), poniendo en evidencia la destructividad de las
instituciones punitivas y especialmente de la cárcel
Una gran cantidad de casos de violencia
institucional, conocidos a pesar las limitaciones en implantación
territorial y acceso a la información de los colaboradores de la
coordinadora y, sobre todo, de una serie de mecanismos o filtros que
llevan a que en la mayor parte de las ocasiones no se denuncien las
agresiones sufridas: el hecho de que las torturas se producen en lugares
ocultos, sin más testigos que la persona torturada y sus torturadores
que, evidentemente, se encubren entre sí; el temor fundado a represalias
ya que el denunciante queda a merced de los denunciados; las
contradenuncias típicas por “atentado”, “resistencia”, “desobediencia” o
“lesiones en los dedos de las manos de los funcionarios”, que pueden
traer incluso una nueva condena para el denunciante; la superficialidad y
cobardía de los exámenes médicos, mal hechos o que llegan tarde; la
presunción de veracidad que el sistema judicial otorga a “la autoridad
en el ejercicio de sus funciones”; la falta de “tutela judicial
efectiva” y la inoperancia de la fiscalía, con el frecuente archivo de
las denuncias y negligencia en las diligencias de investigación; la
obstrucción administrativa a su realización; la descalificación y
criminalización de quienes intentan apoyar a los denunciantes… Todo lo
cual hace pensar que esos casos conocidos sólo constituyen la punta del
iceberg de los que verdaderamente se producen.
Es esta triste situación la que, al hacer
de la que nos ocupa una cuestión de supervivencia para las personas
presas, nos obliga a poner el acento en esos aspectos más evidentes del
empleo de la violencia como instrumento de dominación por parte del
Estado. Mirando para otro lado, nosotros también nos convertiríamos en
cómplices. Aunque no pretendamos discutir con la opresión sobre los
detalles de su propio ejercicio, no podemos callarnos ante esta
situación en la que las torturas y tratos crueles, inhumanos y
degradantes en su aspecto más brutal y descarnado son de uso cotidiano
en manos de los agentes del Estado en el ejercicio de sus funciones.
Ahora bien, la cárcel es tortura en sí
misma, violencia abrumadora sobre el cuerpo de la persona presa, sobre
sus sentidos, sus ritmos vitales, su percepción y sus sentimientos;
amenaza tremenda que impone a su mente un miedo insuperable; factor
conspicuo de alteración de conductas, de sumisión aparentemente
voluntaria, que imprime sobre la personalidad de sus víctimas un estigma
imborrable. Su impacto sobre las relaciones personales y sociales del
preso y sobre las personas cercanas a él es también enormemente
destructivo. La cárcel impone una relación de dependencia del preso con
la administración carcelera, una “relación de sujeción especial” donde
la administración de su derecho a la vida, o sea, de su muerte en vida,
ha sido transferida al Estado y predomina absolutamente sobre su
libertad. Esa “sujeción especial” crea las condiciones para la tortura
de la misma manera que el régimen de incomunicación de los detenidos o
el de aislamiento de los presos.
Las infrahumanas condiciones de ese
régimen de aislamiento; los traslados arbitrarios; el desarraigo social y
familiar; las grandes condenas; el hacinamiento; el abandono
higiénico-sanitario; el encarcelamiento de enfermos mentales y
terminales; la indefensión jurídica; la sobreexplotación laboral; los
abusos de todo tipo, incluso sexuales. Pero también las condiciones del
encarcelamiento voluntario, que exigen la sumisión absoluta a un
supuesto poder terapeútico de la institución penitenciaria; el calvario
“voluntariamente asumido” hacia la reinserción en una sociedad injusta,
opresiva y explotadora, reinserción en la miseria… Todas esas prácticas y
algunas otras, habituales y hasta institucionalizadas en las prisiones
españolas, permiten también aplicar al “tratamiento” que impera en ellas
los calificativos de cruel, inhumano y degradante.
La cárcel, el sistema penal y todas las
instituciones que alimentan el poder punitivo del Estado no son para
nosotros más que componentes de una maquinaria social cuyo primer fin es
mantener a los pobres sumisos y en situación de dejarse explotar, por
lo que en todos y cada uno de sus aspectos nos parecen equiparables a la
tortura. Además, su amenaza tiende a extenderse, a regular cada vez más
aspectos de la existencia humana, tipificando y castigando con dureza
creciente más y más conductas. Un sistema social que recurre, desde
siempre y cada día más, a la tortura hace pensar que la misma le es
consustancial ¿Se puede separar la tortura de la dominación de unos
seres humanos sobre otros? No se puede concebir este sistema sin
tortura. Para acabar con la tortura hay que acabar con el sistema. No
creemos en una “sociedad civil” independiente del Capital y del Estado
capaz de imponerles el respeto a unos valores humanos de los que por
definición son enemigos.
Así pues, no se trata de discutir con la
dominación sobre las características del régimen que utiliza para
imponerse, se trata de defendernos y de defender a nuestra gente. En la
situación actual de atomización social, con la idiotización consecuente,
que hace que los oprimidos ni siquiera sean capaces de señalar y
nombrar lo que les oprime, el primer paso sería la unión, el diálogo, la
coordinación de esfuerzos, el intento de crear las condiciones para la
conciencia y para la acción comunes, de salir de la impotencia y de la
miseria en que nos encontramos. El Estado no ha reconocido jamás ningún
derecho si no se ha visto obligado a hacerlo. No se trata de ser
ciudadanos sino de continuar siendo humanos. Si aún no hemos podido
recuperar el poder que perdiera la clase obrera de antaño al dejarse
integrar política, social y culturalmente en el Capital y en el Estado, o
sea, en la sociedad-cárcel, cultivemos al menos la fuerza que dan el
apoyo mutuo, la conciencia lúcida, la crítica intransigente, el diálogo
igualitario, la dignidad humana compartida y sostenida día a día en la
lucha contra la injusticia y la opresión.
La iniciativa de esta campaña parte de
dentro de las cárceles: unos sesenta presos, apoyados desde la calle por
algunas personas y grupos solidarios han iniciado ayunos mensuales
acompañados de denuncias a quien corresponda. Las represalias
(regresiones de grado, aislamiento, traslados, intervención de
comunicaciones, violación y censura de correspondencia, secuestro de
publicaciones, intimidación, coacciones…) comenzaron incluso antes que
los ayunos, cuando se estaba discutiendo colectivamente la propuesta
inicial. Aún así, el propósito de los participantes es persistir en su
denuncia pública el mayor tiempo posible. Todo depende de la extensión
de la lucha dentro y fuera y de la atención que se le preste desde la
calle, sin la cual todo se dirimiría sin salir de esa “relación de
sujeción especial” entre torturador y torturado.
Pero no se trata sólo de las cárceles de
la “Secretaría General de Instituciones Penitenciarias”, las mismas
torturas y tratos crueles, inhumanos y degradantes se dan en las
cárceles para niños, incluso en los centros de “protección”, en las de
inmigrantes, en los psiquiátricos, en las comisarías, en las calles… la
violencia, la prepotencia y el cinismo de las “fuerzas del orden” son
moneda corriente. No se trata de asistir compasivamente a los presos,
sino de defender unidos la dignidad de todos. Tampoco se trata de
apuntalar los mecanismos institucionales de prevención de la tortura, se
trata de fijar la atención tanto sobre ellos y sus verdaderas funciones
como sobre la situación real de impunidad de los torturadores e
indefensión de los torturados, con la intención de hacerlas imposibles.
Es una actitud defensiva, no estamos hoy por hoy en situación de obligar
a la dominación a hacer una cosa u otra, pero al menos podemos conocer
su verdadera naturaleza, denunciarla a los cuatro vientos y resistir
frente a ella en defensa de nuestra dignidad. Y todo se andará.
Para ello, nos proponemos conseguir que
se hable del asunto por medio de movilizaciones y estrategias
comunicativas abriendo un debate y una investigación colectiva con
procedimientos verdaderamente críticos y el propósito de conocer y dar a
conocer lo que pasa realmente, cómo y por qué, conocimiento que es
indispensable para intervenir efectivamente. Plantearnos objetivos que
se puedan alcanzar dotándonos de las herramientas útiles y necesarias
para ello, iniciando un proceso práctico basado en la relación directa e
igual entre los implicados, en la reflexión permanente y viva sobre
medios y fines, y en un planteamiento de autodefensa solidaria de los
oprimidos contra lo que nos oprime. Coordinar esfuerzos en esa
perspectiva a través de la comunicación directa y de acuerdos
explícitos.
Esto es, por tanto, un llamamiento a la
unión y coordinación de todos los esfuerzos encaminados a la
erradicación de la tortura ¡No podemos consentirla!
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