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"Es decir, necesitamos la historia para la vida y la acción,
no para apartarnos cómodamente de la vida y la acción, y menos
para encubrir la vida egoísta y la acción vil y cobarde.
Tan sólo en cuanto la historia está al servicio de la
vida queremos servir a la historia.”
Nietzsche, Consideraciones Intempestivas
Ante todo quiero explicar el título de “Maroto, el héroe” que lleva mi repaso por el anarcosindicalismo andaluz del periodo republicano, enfocado desde Granada y encarnado en la figura de Francisco Maroto. Mientras que en Europa las esperanzas de una revolución proletaria se esfumaban ante las murallas del fascismo, del nazismo y del estalinismo, privando de sentido a la época y a las personas de identidad social, en España la lucha de clases ofrecía horizontes optimistas. Se podía decir que era el único país donde todavía quedaban héroes. Héroes de la clase obrera se entiende, en el sentido homérico, seres capaces de adoptar el destino del proletariado como suyo, de afrontarlo con firmeza y determinación, y de mantener sus ideales con humanidad y nobleza. Maroto fue uno de ellos, y como tal forma parte de la épica obrera, tan maltratada en la actualidad, tan atravesada de olvidos, exclusiones y deformaciones, las señales inequívocas de la decadencia. Pero me interesó más ese otro tipo de heroicidad coetánea del derrumbe político e ideológico del radicalismo, de la muerte de la esperanza revolucionaria, del drama de la derrota anunciada. En ese contexto el héroe afronta la adversidad --nombre que lo cubre todo, desde la conspiración en su contra de la reacción “leal” a la ineptitud y burocratismo de la propia organización--de otra manera, buscando fuerzas en su interior para conservar la integridad ante envidias y corruptelas, a fin de superar al sufrimiento moral de la cárcel y la marginación con entereza.
El encarcelamiento de Maroto en febrero de 1937 fue el gran escándalo de la revolución española, que pronto se vio prolongado y ampliado con los hechos de Vinalesa, las barricadas de mayo, la disolución del Consejo de Aragón y los miles de presos libertarios que poblaron las ergástulas republicanas. Transcurrido un año desde la victoria parcial de los obreros contra los militares sublevados, pocas conquistas proletarias quedaban en pie, y la contrarrevolución enarbolaba sus emblemas tanto en el lado faccioso como en el republicano. El periodo revolucionario y antifascista fue cancelado y la CNT pasó a luchar “por la independencia nacional” y la república burguesa contra “los invasores extranjeros”. Maroto fue nuevamente a prisión, y esta vez para lograr la libertad no pudo apelar “a mis hermanos los anarquistas.” Ya atados de pies y manos, perseguidos y acosados los verdaderos revolucionarios, Maroto dependía de un aparato burocrático centralizado, cuyo Comité Nacional sacrificaba todo con tal de entrar en el gobierno. La buena voluntad de las bases le servía de bien poco, sometidas como estaban a las consignas de arriba, desconcertadas pero disciplinadas. Para un burócrata no existen más héroes que los muertos, cuyo recuerdo manipulado resulta útil para sancionar las capitulaciones y fomentar la demagogia triunfalista. Entonces, en esos momentos, el verdadero héroe es aquél que sobrevive conservando el sentido común cuando todos los demás lo pierden, permaneciendo fiel a las ideas cuando el oportunismo y la intriga son la norma, encontrando un camino coherente para la acción cuando los referentes y las diferencias se difuminan. Maroto fue también esa clase de héroe, mucho menos abundante, la de los exilados interiores, la de quienes no se plegaron “a las circunstancias” y mantuvieron con inteligencia y valentía moral sus criterios aun en la situación menos favorable, por así decirlo, entre cuatro paredes.
El libro está escrito, como todos los que he publicado, desde el punto de vista de los vencidos, y por lo tanto, no acepta de ningún modo que la memoria de las revoluciones forme parte del botín de los vencedores o de sus herederos, ni que sea propiedad de quienes desde el realismo burocrático contribuyeron a su derrota. Mi anterior libro “La Revolución Traicionada” tuvo que padecer por eso desautorizaciones y saqueos de la gentuza que trabajando para el poder, para cualquier poder, real o imaginario, no admitía más memoria que la que justificando la derrota pasada, consagrara de una manera u otra el presente. De esta forma, el pasado era convertido en receptáculo de pretendidas causas objetivas -aislamiento internacional, ausencia del partido dirigente, reestructuración capitalista, debilidad del proletariado exterior, desunión republicana, etc.--que tratarían de erigirse más que en leyes, en tópicos del determinismo histórico por cuanto a la guerra civil española se refiere. En lo que concierne al libro que presentamos, éste, ya antes de ser publicado, fue objeto de un descarado plagio firmado por un tal Francisco José Fernández Andujar, quien, habiendo tenido acceso a un borrador, no tuvo empacho en confeccionar una deyección publicada en “CNT” números 372 y 373. La propiedad es el robo, debió pensar nuestro desenvuelto plagiario, pero no es de recibo el desenfadado latrocinio del esfuerzo de los demás para presentar a un Maroto recuperado, librado de contradicciones e incluido en el santoral del anarcosindicalismo “siglo XXI”. Los muertos no están seguros ni en sus tumbas anónimas. Los esbirros se empeñan en volverlos inocuos, homologables, perecederos y olvidables. Y es que la restitución completa de su memoria cuestiona no solamente la victoria del vencedor, su precio en sangre, sino que fija la responsabilidad de los dirigentes del bando perdedor en el desastre, pagado con la moneda de la renuncia. Rompe esa alianza natural entre todos por la neutralización del pasado.
La historia de los vencidos no es el pasado, es un parte del presente. Lo ilumina como acumulación de catástrofes, como suma de ruinas, como laberinto de pasiones frustradas, de tal forma que impide su legitimación. No es una historia recorrida por un tiempo lineal, matemático, donde un vacío sucede a otro vacío, o una noticia a otra. “Pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”, como decía Walter Benjamín, consiste en mostrarla tal y como relumbra en el momento en que los agentes de la dominación y la adaptación tratan de usarla como instrumento. El historiador que trabaja para los vencidos, que busca la clave de la historia en sus rangos, no encubre nada, no se complace ante nada, no se conforma con nada; simplemente deja patente el conflicto aún por resolver y lo devuelve a la actualidad. Los muertos nunca están muertos del todo a pesar de lo que pretenda la seudo crítica historicista: las revoluciones no se dejan historiar con facilidad por los mercenarios, con o sin título de historiador. Hay algo que no encaja bien, y a medida que ponemos nombres y apellidos, encaja cada vez peor. Por una parte el recuerdo de la traición es indeleble; por la otra, las víctimas son irremplazables y el vacío que dejaron nunca lo llenaran los responsos filisteos ni las interesadas apologías. No se dejan enterrar, no se prestan a convertirse en relato, ni siquiera recurriendo al plagio. La única solución es el silencio, que es exactamente lo que hemos venido a turbar.
Nada puede darse por seguro pues el presente de los vencedores está construido sobre barro. La historia carece de sentido fijo; el ideal se lo da y la dominación se lo quita. No alberga ningún plan ni se orienta siempre por ningún telos. Todo eso son añagazas de la burguesía, la cual en su periodo ascendente se abrogaba una misión “histórica” que otros traspasaron después al proletariado. La historia no progresa, no va de menos a más: los denominados avances económicos o políticos ocultan retrocesos sociales de la mayor magnitud. Tampoco la realización de los deseos y necesidades va ligada necesariamente al hito científico o tecnológico. Las víctimas de la barbarie nunca fueron necesarias para que a la larga el porvenir democrático y el bienestar material -el statu quo occidental-- se consolidasen, como tampoco lo fueron los estalinistas, los nazis, los descubrimientos de laboratorio o las tecnologías punteras. Ninguna alquimia histórica es capaz de trasmutar el plomo del egoísmo en el oro de la fraternidad. Ninguna magia dialéctica operará el paso automático de la no libertad a la libertad. Siempre hay truco: el futuro nunca está asegurado y, hoy por hoy, como ya hemos sugerido, la historia marcha hacia atrás. La deshumanización del ser parece realmente infinita. La degradación resulta imposible de detener y el olvido se ha erigido en maestro de la vida. Por eso las cicatrices de la derrota no han de curarse, pues su existencia llagada es la mejor prueba de solidez del compromiso contra la arbitrariedad, la regresión y la desmemoria.
La llama de los recuerdos irredentos es lo único que nos puede servir de guía, porque a menudo se han de desandar los caminos errados para encontrar la auténtica senda de la emancipación en total oscuridad. Maroto, el héroe escarnecido y fusilado, vive para fustigar la buena conciencia esclava de todos aquellos que todavía creen que la mutilación de la memoria es el mejor método de conjurar la barbarie del poder, y que el olvido es el mejor bálsamo para curar las secuelas del horror, que, convenientemente maquillado, subyace agazapado en los fundamentos de nuestras instituciones. La libertad no arraigará jamás en una sociedad levantada sobre fosas olvidadas de supliciados por mucho que sea su equipaje tecnológico. Las heridas abiertas del pasado no sanarán más que en una sociedad redimida.
Presentació del llibre “Maroto, el héroe” a l'ateneu l'Escletxa, d'Alacant, el 24 de setembre de 2011.
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