Aunque  reconocemos que, como táctica,  hacer en un momento dado una “campaña”  de difusión o movilización  puede ser útil e incluso necesario, para  nosotros la expresión  “campañismo” tiene un contenido fuertemente  peyorativo: la idea de  campaña publicitaria, destinada solamente a que  se hable de algo, a  llamar la atención por un momento, instando a  comprar algo, pero sin  mayor compromiso. O la idea de campaña electoral,  pidiendo el voto para  un partido o para un sindicato; un gesto tan  trivial, tan fácil, tan  conformista, tan intrascendente, que no puede ir  acompañado más que de  una reflexión superficial, porque las reflexiones  políticas profundas,  en esta época miserable, hacen daño y, si lo  piensas de verdad, no  solamente no votas sino que quizá tendrías que  hacer algo drástico.  Para nosotros no se trata, pues, de difundir un  mensaje con criterios  cuantitativos y conductistas, de repetir cuanto  más mejor en el menor  tiempo posible un estímulo que condicione una  respuesta determinada. Se  trata de mantener el pensamiento alerta y el  cuerpo dispuesto para la  acción, de desarrollar conceptos críticos,  tácticas eficaces, de buscar  puntos débiles en el régimen de dominación,  oportunidades de acción, y  de hacer eso desde una práctica colectiva,  autoorganizada, con  perspectivas críticas y proyección hacia el futuro.
Una   cosa es la publicidad y otra la agitación. Hay una gran diferencia,  por  ejemplo, entre hacer una cantidad lo mayor posible de  concentraciones,  siempre con poca gente, pancartas y toda la  parafernalia (carteles,  pegatinas, panfletos, comunicados y fotos en  internet, “performances”,  actuaciones musicales, etc.) y que esa misma  gente se dedique, por  ejemplo, a difundir entre los presos, sus  familiares y amigos propuestas  concretas, desarrolladas a partir de su  propia experiencia de  autodefensa –solidarias, no asistencialistas– y,  desde luego, a intentar  llevarlas a la práctica. Propuestas de  autoorganización para  enfrentarse a la indefensión, por ejemplo,  combinadas con la presencia  permanente en la proximidad de los talegos,  en los Juzgados de  Vigilancia Penitenciaria, o frente a Instituciones  Penitenciarias, para  apoyar, pongamos por caso, la presentación  colectiva de instancias,  recursos y denuncias, concebidas y realizadas  coordinadamente.  Recurriendo a la “difusión” y a las “movilizaciones”  no de manera  mecánica y rutinaria, sino cuando se considere conveniente  según unos  criterios mucho más matizados y flexibles, surgidos de una  práctica  inteligente y creativa. Una actividad continua y coherente,  enfocada al  planteamiento y satisfacción de necesidades concretas y  tejida sobre la  base de relaciones directas entre los afectados  entabladas en, por y  para la lucha.
La mera propaganda o  las  acciones simbólicas, testimoniales, no tienen ningún valor si no  sirven  para reconocerse entre personas que están de acuerdo en lo   fundamental, como expresión de ese acuerdo, para autoafirmarse   colectivamente. Por lo demás, de nada nos valen las simples apariencias.   Aparentar que se lucha no es lo mismo que luchar, aunque en una lucha   se puedan utilizar también las apariencias. “Visibilizar” no es   suficiente; creer que basta con eso es una característica de la dinámica   izquierdista, con su correspondiente discurso. Los cuales implican una   separación entre “movilización social” y “acción política”,   circunscribiendo la primera al ámbito de la “sociedad civil” o del   “tercer sector” y la segunda a la actividad electoral e institucional.   Ya que, o bien lo esperan todo de la democracia y de la labor de   integración social efectuada por las “administraciones públicas”,   intentando fomentar y regular un “mercado de la solidaridad”, o bien se   conforman con “denunciar” la precariedad, la exclusión y otras lacras   del “capitalismo salvaje”, como otros tantos efectos perversos del   desmantelamiento del “Estado de bienestar” y motivos para su   restauración.
Pero todo eso,  habitualmente,  dentro de un programa electoral y supeditado para su  realización al  poder político o influencia clientelar que se llegue a  alcanzar dentro  de los cauces institucionales. A través de ellos se  definiría el marco  legal y se asignarían los medios para su ejecución,  es decir, se  tomarían las decisiones. El campo de los “movimientos  sociales” o de la  “sociedad civil” quedaría subordinado a esas  decisiones políticas, y  limitado a la realización, con los recursos  presupuestados, de las  tareas asistenciales, científicas, pedagógicas,  morales, culturales,  profesionales, etc. prescritas en ellas. Aunque no  se quiera centrar  todos los esfuerzos en el campo de la política pura y  dura, como mucho  podrían dirigirse a constituir una especie de “grupos  de presión” que  sólo aspirarán a conseguir sus objetivos en función de  la influencia  que logren en los “poderes públicos”, no de sus propias  estrategias y  acciones, que de todos modos no sobrepasarán nunca los  límites de las  “labores asistenciales” (subvencionadas o no), el “debate  público”, la  crítica “científica” o la actividad académica, las  acciones jurídicas,  etc.
En el gueto  se siguen los  mismos procedimientos campañistas del marketing electoral,  de la  “movilización social” parcial, dependiente de la política, o del   clientelismo, pero separados de sus motivaciones iniciales. Se siguen   por inercia, por herencia o imitación inconsciente de una especie de   cultura política compuesta de una serie de rituales y procedimientos   rutinarios que, olvidadas sus verdaderas finalidades y funciones y su   contexto originario, sirven principalmente para constituir una identidad   colectiva “rebelde”, más aparente, publicitaria, “estética” que real.   Sin embargo, a la larga, gracias entre otras cosas a esa oculta   complementariedad de sus respectivas dinámicas, el gueto siempre termina   siendo útil a la izquierda; como fracción juvenil o “radical” del  mismo  sector del “espectro político” o como esperpento de la subversión   integrado en el contrapunto habitual entre violentos y pacíficos.  Aunque  no lo haga conscientemente sino que llegue a ello persiguiendo  sus  propios intereses.
Entre la  tupida  maraña de intereses más o menos particulares que configuran el  gueto, a  menudo vienen a resultar hegemónicos los del activismo  autocomplaciente  practicado corrientemente por los individuos y grupos,  por lo común  débilmente organizados y definidos, que medran en él,  afectados de una  especie de narcisismo que les lleva a conformarse con  aparentar que  luchan habiendo perdido sin haberla alcanzado nunca la  conciencia de por  qué lo hacen. No necesitan saberlo, porque en  realidad se conforman con  lograr una “identidad”; mirándose, por  ejemplo, en el “espejo público”  constituido por los medios de  incomunicación de masas, o por internet,  en versión más “alternativa”.  Por eso les importa menos la realidad de  la lucha y de sus efectos que  las actividades expresivas y la  publicidad.
Otra  parte de la herencia  izquierdista del gueto es el “síndrome del  miembro fantasma”. Todas las  facciones de “la izquierda del Capital”  han querido conquistar el poder  del Estado cabalgando sobre el  proletariado, la principal fuerza  productiva, determinada, por su  “naturaleza” propia y por la del Capital  que la engendra, a  desarrollarse, a entrar en contradicción con las  relaciones de  producción y a transformar el mundo. Es decir, a “hacer la  revolución”,  expresión que para la izquierda autoritaria no es más que  un sinónimo  de su llegada al poder. Pero el proletariado ni tiene ya  conciencia de  clase, ni ningún “poder productivo” relevante, ni tampoco  una pizca de  subjetividad revolucionaria, sino que se ha convertido en  una masa  amorfa de consumidores atomizados que comparten hasta la médula  los  valores de la dominación. Ahora bien, el “sujeto histórico” no  puede  ser sólo una cabeza, tiene que tener cuerpo, por eso las  organizaciones  izquierdistas continúan buscando cuerpos sociales, como  la ciudadanía,  la multitud, el género y hasta “la humanidad”, para  servirles de  cerebro.
Algo parecido  les pasa a sus  hijitos descarriados, que unas veces se identifican ellos  mismos con el  mito de turno y otras lo buscan a su alrededor para  admirarlo y  contemplarse en sus ojos. De ahí surgen, en el primer caso,  los  llamados “movimientos sociales” y, en el segundo, por ejemplo, el   “presismo”, que no es más que la identificación mitológica del preso con   el “sujeto revolucionario” o con el rebelde social consciente.  Imágenes  en las que proyectar la propia negatividad para no tener que  vivirla,  excusas para no luchar de verdad: el héroe, el bandido, cuyo  coraje se  puede admirar desde la cobardía; o la víctima, el chivo  expiatorio, al  que se puede compadecer desde la comodidad,  escenificando a bajo coste  una generosidad que está muy lejos de ser  real. “Pinturas de guerra”  para decorar un radicalismo meramente  espectacular, que vive para la  galería, abandonando el intento de  conquistar independencia, dignidad y  libertad reales.
Para nosotros, que no   sustentamos ninguna de las creencias típicas en la bondad intrínseca   del sistema ni los intereses y estrategias políticas aparejadas con   ellas, el objetivo de una labor de denuncia y “visibilización” que   merezca la pena sólo puede ser la deslegitimación del régimen de   dominación y explotación del que la cárcel es un elemento indispensable,   su debilitamiento progresivo hasta su destrucción. Lo que queremos es   sabotearlo, no reformarlo desde dentro basándonos en la defensa de unos   fundamentos “democráticos” mínimos, como los derechos humanos,  derechos  sociales, garantías jurisdiccionales, etc. Además, pensamos  que nuestros  medios deben prefigurar nuestros fines, que hemos de  actuar con la  mayor independencia posible del Estado y del Mercado, a  través del  diálogo igualitario y de la autoorganización, de la  solidaridad y de la  acción directa.
No tenemos fuerza para   desperdiciar en actividades simplemente testimoniales. Aunque   voluntariosa y bien organizada y con una experiencia común de varios   años, somos poca gente, y queremos que nuestro esfuerzo sea útil a la   lucha anticarcelaria, no que se disperse en apariencias vanas. Que   nuestros criterios de acción no estén arraigados en aquéllas, sino en   una investigación verdaderamente crítica sobre los procesos de   constitución de la “realidad”; en proyectos realistas y realizables,   enfocados a la satisfacción de necesidades y deseos concretos y   articulados en acuerdos explícitos y revisables en todo momento,   adoptados en el diálogo directo, igualitario, horizontal entre quienes   participan en la lucha, en la reflexión colectiva acerca de la   experiencia práctica común; no basados en relaciones de dependencia, ni   en consignas ideológicas, ni en mitificaciones, señas de identidad o   actitudes estéticas.
Nuestro  primer  objetivo debe ser la unión, la ruptura del aislamiento y la  coordinación  de esfuerzos en la autodefensa permanente, hacia la  constitución de un  proceso colectivo consciente que nos permita, por un  encadenamiento de  actos de rebeldía, autoafirmación y reconocimiento  mutuo, fortalecernos  para pasar algún día a la ofensiva decisivamente.  No ninguna  reivindicación determinada ni la negociación reformista con  el Estado.  Creemos que hay que trabajar por la constitución, a través  de relaciones  directas, de una comunidad de lucha basada en primer  lugar en el  planteamiento de nuestras necesidades y deseos y en la  unión y  coordinación de nuestros esfuerzos para intentar satisfacerlos.  Los  derechos presuponen el Estado, no son nada si no son reconocidos  por él.  Las reivindicaciones sólo nos sirven como acto de  autoafirmación, un  paso en el camino hacia la constitución de esa  fuerza que un día nos  permita destruir a nuestro enemigo, o al menos  debilitarlo, no  simplemente negociar con él. Si reconocemos que la  cárcel es  consustancial al régimen de dominación capitalista y que no  se puede  acabar con ella sin acabar con ese régimen, nuestra lucha  tiene que ser a  largo plazo, no simplemente expresiva, sino dispuesta a  perdurar y  extenderse.
Dirigirse, por ejemplo, a  las  instituciones de prevención de la tortura que, de hecho, no son más  que  rituales de impunidad y procedimientos de lavado de cara para   garantizarla, no puede servir más que para ponerlas en evidencia y   reconocernos en ese acto expresivo. Pero no tiene sentido supeditar   nuestros movimientos a criterios publicitarios enfocados a la “denuncia   pública”. Sabemos que no se puede confiar en los “medios de   comunicación”, ni en los mecanismos institucionales. Y,   desgraciadamente, aún menos en una “opinión pública” que no existe más   que como apariencia manipulada, la cual se inclina mucho más por apoyar   el endurecimiento punitivo que por defender los derechos de nadie.   Tampoco debemos apelar a la “sociedad civil”. A la clase media que la   forma le importa un bledo la suerte de los presos. Es una tontería   intentar dar lástima a quien te teme y te odia. Actuando de modo   campañista, sin más cuestionamiento, estamos condenados a quedar   encerrados en un “gueto comunicativo” de límites infranqueables, en una   rutina activista que no sirve más que para fomentar la autocomplacencia   de algunos, para que puedan justificarse creyendo que se está haciendo   algo cuando en realidad es mentira y, lo que aún es peor, haciéndoselo   creer a los presos.
Así pues, nuestra  actividad de  denuncia debe estar inserta en un trabajo de agitación, no  puede  consistir en un discurso ideológico, abstracto, lanzado desde no  se  sabe qué alturas morales o teóricas, en forma de publicidad, sobre  las  masas atomizadas, con el propósito de movilizar sus energías en una u   otra dirección. Se ha de basar más bien en un discurso crítico digno de   ese nombre, comunicado razonablemente, con argumentos convincentes e   información objetiva, que describa y analice rigurosamente las   realidades a que se refiere; señalando, por ejemplo, los puntos débiles   del sistema penal y las oportunidades de atacarlo, deslegitimarlo,   debilitarlo, desafiarlo, sabotearlo y, eventualmente, abolirlo. Discurso   elaborado desde la perspectiva de una experiencia práctica de lucha   contra la sumisión y la alienación, con objetivos definidos y proyectos   comunes a todos los implicados, alcanzables a corto, medio y largo   plazo, pensados, elegidos y valorados en un proceso permanente de   diálogo y decisión colectiva, que debe procurar también el desarrollo de   herramientas idóneas y el compromiso en las tareas necesarias para   intentar lograrlos verdaderamente. Y, desde luego, en el apoyo mutuo, la   solidaridad concreta, personal, y en la acción directa, sin   intermediarios, gestores, organizadores o ejecutores especializados. Lo   que no quiere decir que no podamos integrar las aportaciones de  abogados  y otros expertos, a menudo indispensables en este campo, sino  que, en  lugar de dejarnos dirigir por ellos o “utilizar sus servicios”,   colaboraríamos sobre la base del diálogo y del acuerdo justo y   explícito.
Asamblea de Solidaridad.
Valencia, 18 de junio del 2012.