Dentro del tradicional tira y afloja por el nuevo convenio colectivo, unos 2.000 trabajadores de Telefónica se concentraron el 26 de Junio de este año en el Distrito C de Las Tablas “para denunciar la inminente firma del Convenio por parte de las organizaciones estatales de CC.OO. y UGT”; en el curso de la protesta, se rompen algunos cristales de los locales de los sindicatos citados, profiriéndose los habituales gritos de rigor más o menos insultantes y amenazantes. Aprovechando estos hechos, y a instancias de los amarillos que según ellos estuvieron “a un paso de ser asesinados”, Telefónica despide a cinco de los sindicalistas díscolos, y sanciona a otros cuatro a 45 días sin empleo y sueldo. Santander y Santiago de Compostela no sólo están hermanados por la letra s y por el clima lluvioso: una ordenanza municipal, que por otro lado se está generalizando a muchas otros lugares, prohíbe el reparto de publicidad callejera con la excusa del decoro público y la lucha contra el cambio climático; naturalmente, nadie hace caso de una ordenanza que casi todos ignoran, pero que se aplica especialmente cuando se reparten octavillas que denuncian los desmanes varios de los variados caciques, con la consecuencia de la detención, la denuncia, el juicio y la multa, cuando no la cárcel. En Valencia, los aburridos profesores de la ESO que protestan contra la umorosa versión bilingüe de Educación para la Ciudadanía de un gobierno ganado definitivamente por la ´patafísica que asola esas tierras, tienen que explicar a sus incrédulos alumnos que “claro que se puede protestar (…) hay que protestar cuando creemos que se nos impone algo que es una pérdida de tiempo y un desatino” (El País, 17-9-2008). Cuando un adolescente ha perdido el instinto de la protesta y la rebelión y es necesario explicárselo, cuando repartir propaganda política es delito, cuando los más nimios altercados, que hace solamente 10 años no hubieran llamado la atención, permiten despedir y sancionar impunemente en nombre del pacifismo de Estado amenazado por “los violentos” (1), es que una enfermedad moral o una vacuna del espíritu ha penetrado en el cuerpo social para desinfectarlo, para castrarlo, para acostumbrarlo a la obediencia, el conformismo y el miedo.
Porque estos ejemplos de sumisión vergonzante y de hipersensibilidad democrática, cada vez más extendidos, no pueden entenderse como gestos o inclinaciones individuales. Son hechos consumados de un proceso histórico de primera magnitud que padece nuestro presente y que condiciona cualquier intervención social imaginable: la desnaturalización o estigmatización del conflicto. Progresivamente, la cosmovisión y las prácticas que entendían el conflicto como inherente a las relaciones sociales están siendo sustituidas por una cosmovisión y unas prácticas armoniosas, que presuponen las tensiones sociales como confusiones comunicativas solventables de manera pacífica. Desde estás coordenadas, la más mínima agresividad social se siente como un pecado original que pone en peligro este supuesto edén posthistórico regido por la ley de oro del “hablando se entiende la gente” (2). Cualquiera que todavía conserve una pizca de sentido común debería poder desenmascarar esta farsa, de la que tanto rédito extrae el capital. Ideas tan básicas como que toda paz será siempre la paz del vencedor, que tendrían que estar grabadas a fuego en la inteligencia práctica de las personas, resultan cada vez más inconcebibles. Por contra, son multitud aquellos que al pensar la violencia en abstracto la reniegan, olvidándose de la violencia normalizada del capital y el Estado y renunciando a su condición de sujetos enfrentados. En otras palabras, cayendo en una condición de infantilismo social en el que son manejados como materia prima sin forma, plastilina adaptable a los requerimientos de la dominación vigente. El fracaso de cualquier deriva levantisca durante las últimas convulsiones sociales, constantemente desactivadas por la canalización ciudadanista (Prestige, movimiento contra la guerra, 11-M, movimiento de la vivienda) suponen el fruto de un árbol que hunde sus raíces en la degradación pusilánime de lo cotidiano, programada y ejecutada no tanto desde el discurso del poder sino desde las vivencias inmediatas al que este nos somete. Si el cuerpo social ya no tiene sangre en las venas es, entre otros factores, porque está siendo troceado en mil implantes y amputaciones, despedazado por la separación generalizada que instaura el espectáculo y esto lo entendemos, antes que en idea alguna, en esa castrante soledad que a todos afecta. Del mismo modo, el humus lírico y mítico en el que se sustenta la vida social espectacular es un humus en acelerado proceso de desertificación. La erosión niveladora de la mercancía ha uniformado nuestra topografía emocional, volviéndola un yermo plano con alergia a cualquier disrupción, desnivel u obstáculo y esto también lo comprendemos en los huesos, a través de la esterilidad pasional de la que todos participamos. La paz social extrema que el Capital está sabiendo imponer es, antes que el triunfo de un discurso y en un nivel históricamente inédito, un temperamento incorporado, una obediencia adherida a la práctica espontánea de los cuerpos personales. Por ello, en este escenario, la actitud beligerante, y más si apunta osadía y maniobras brillantes, tiene algo de fantasma, algo de aparición que revuelve los mismos cimientos de la realidad. Es en este ambiente en el que El Solitario irrumpe.
Recordaremos que la atención prestada a la figura de El Solitario precede a su detención. Durante meses, sus acciones atraen miradas y conversaciones. Detrás de la creciente popularidad de El Solitario hubo una evidente intencionalidad policial, pero su presencia pública no puede agotarse en una estrategia de captura. El espectáculo nunca actúa sobre la nada y la construcción mediática no hubiera sido posible, o hubiera sido mucho más débil, si de alguna manera esa extrañeza que identificamos con el solitario no hubiera sabido agitar los resortes de un verdadero interés popular (con esa deformación y ese veneno propio de lo verdadero en un mundo donde la verdad se encuentra invertida, pero que es, al fin y al cabo, el mundo del que formamos parte y en el que tiene que operar cualquier intento de superación). Tras su arresto, este interés toma una dimensión completamente nueva, especialmente en algunos círculos: El solitario se declara anarquista y expropiador de bancos. En una carta enviada a la opinión pública desde la marcrocárcel de Zuera, Jaime Jiménez Arbe, El Solitario, se autoidentifica como “insurgente contra el capitalismo explotador” y justifica sus actos como ataques contra el “agente directo y responsable de la infelicidad humana”, la “simbiosis criminal” entre capitalismo y Estado. A partir de aquí, en superficie, una trama conocida por todos: fabricación de El solitario como un monstruo o payaso de circo para protagonizar la serpiente de ese verano, no sin cierta ayuda del propio individuo, alegremente inclinado a toda clase de comportamientos extravagantes. Sin embargo, debajo del barniz banalizador que irremediablemente recubre cualquier acontecimiento mediático, ¿esconden los actos de El solitario una latencia utópica reivindicable? Cuanto menos, cabe hacerse estas preguntas en la medida en que su acción, actitud y manifestaciones han despertado todo tipo de reacciones, de reflexiones, de posicionamientos temperamentales, dentro y fuera de los círculos antagonistas, como si muy dentro de nosotros hubieran permanecido en estado de hibernación, siendo activados al contacto con El solitario como con un choque. Si todavía confiamos en una cierta autonomía de nuestras pasiones, ese impacto merece nuestra atención liberadora por su virtud agitante. Si por el contrario consideramos nuestras pasiones como esencialmente colonizadas, nuestra atención estaría igualmente justificada para diagnosticar el grado de teledirección de las mismas.
Es preciso destacar, antes que cualquier otra cosa, la fuerte descarga de realidad que El solitario ha depositado sobre nuestro automatismo diario. La vedette espectacular entusiasma a costa de descomprimir la realidad, de deshilar su densidad; el personaje de El solitario, aunque también sea manejado como vedette por el espectáculo, concentra, desgarra, desafía (3). Mientras que millones deshojan cada semana la margarita desconsolada de los juegos de azar, por el que el proletario sueña dejar de serlo, el solitario presenta la posibilidad de una ruptura parcialmente exitosa (una quincena de años) con la fatalidad del trabajo. Mientras que los revolucionarios se sienten perdidos en laberintos de palabras que no tocan tierra, el solitario supone, independientemente de la adhesión o del rechazo que suscite, la materialización concreta de una rebeldía triunfante. Y esta materialidad, con sus contradicciones y sus miserias, sus arrogancias y sus errores ortográficos, su sordidez y sus muertos, aterra y exorciza, no sólo al ciudadano bienpensante, también a muchos revolucionarios, porque todos vivimos bajo una misma alucinación y una misma levedad. En definitiva, frente a interpretaciones moralistas que ordenan el mundo desde un tosco dispositivo binario bueno-malo (y que funcionan también bajo estandarte revolucionario), el solitario integra ambas cosas porque es real tanto en el desafío que lanza al mundo de la resignación como en la violencia que no duda en utilizar para cumplirlo, y por eso atrae y repele a la vez a los que no se atreven a celebrar en voz alta sus actos, pero tampoco pueden dejar de admirarlos y, tal vez, compartirlos con la ciega y desesperada simpatía del que comprueba que, al menos en esta persona, el deseo universal de vivir sin trabajar, lejos del látigo del patrón y de la miseria del mendigo, se ha hecho realidad. Y precisamente el hambre más urgente por el que los siervos del capitalismo avanzado también morimos desnutridos es un hambre de realidad, reverso (y antídoto) del realismo que no sólo no niega lo imaginario sino que se funda en él.
En un segundo plano, la insistencia con la que proclama la naturaleza expropiadora y política de sus actos ha provocado una fuerte polémica en el seno de los ambientes revolucionarios, donde personas y colectivos se han lanzado a la arena para dirimir sobre las incógnitas que plantea la filiación libertaria de El Solitario, reflotando a veces y con esta excusa la vieja disputa que mantienen posiciones individualistas y colectivistas dentro del anarquismo. Sin duda, muchas son las dudas razonables que este caso concreto ha puesto sobre la mesa. Se ha cuestionado la autenticidad de su posicionamiento subversivo, denunciado como un oportunismo desde distintos argumentos (la falta de conexión previa con el movimiento libertario o la sospecha sobre la motivación última de sus robos, que parecerían más animados por la codicia que por la crítica en actos al capital). Frente a este recelo, han respondido otros señalando la inutilidad de un oportunismo de este tipo y la impostura de concebir el movimiento libertario como un proyecto unitario en el que la información circula transparentemente. En otra línea, se ha puesto en evidencia la falta de coherencia de su discurso, tal y como refleja su carta a la opinión pública, bastante torpe ideológicamente hablando. También ha sido señalado, con justicia, que en comparación con los expropiadores canónicos del anarquismo (de ayer como Alexander Jacob, pero también de hoy como Claudio Lavazza) la calidad revolucionaria de El Solitario sale muy mal parada. No han faltado desconfianzas ante el valor revolucionario de su método así como reparos ante una ética que se dice anticapitalista y que dispara a las piernas de trabajadores, despertando de paso y por asociación de ideas la polémica nada peregrina ni inoportuna sobre la existencia y/o la potencialidad emancipatoria de esa misma clase trabajadora. Y sin embargo, con ser interesantes estos debates, el verdadero interés del Solitario está en otra parte.
Hemos defendido que la controversia apasionada despertada por El Solitario es ya de por sí significativa, síntoma de una potencialidad emancipatoria que, en algún sentido, debe esconderse en sus actos. Pero quizá el debate en los medios anarquistas sobre el individuo y su cualidad revolucionaria no apunte bien la dirección del tesoro que aquí sospechamos enterrado. Creemos que la potencialidad emancipatoria de esta caso comienza a esclarecerse si, partiendo de la persona singular de Jaime Jiménez Arbe, se va un poco más lejos, y esto es casi un principio metodológico para la teoría crítica, válido para cualquier acontecimiento socialmente significativo que se quiera comprender, desde la cólera de los suburbios hasta el éxito del embrutecimiento voluntario propiciado por un nuevo reality televisivo. El análisis de los fenómenos sociales acierta cuando es capaz de superar la fenomenología analítica (propia de medios de comunicación y en general de todo el pensamiento burgués) e inscribe los hechos dentro de procesos dialécticos más complejos. Más allá de las posibles mezquindades y las incoherencias del personaje, no tan distintas en esencia de las de todos nosotros, el interés por El solitario está en lo que de social e histórico tiene, no en lo psicológico. En otras palabras, lo valioso de su singularidad radica en que es un ejemplo de resistencia contra unas lógicas (la mercantil y la democrática) apabullantes, en la buenaventura que trae un sujeto capaz de romper de esa manera la primera ley de este mundo que es la pasividad, en sus peripecias como pruebas de la existencia de reservas atávicas desde las que todavía se puede pelear frente al pesimismo de tantos, que en su negatividad crítica hipostasían el espectáculo de tal manera que hacen imposible todo regreso a una desalienación positiva. Si se aísla el caso de El Solitario de este contexto histórico que, no debemos olvidarlo, sabotea la protesta en su nivel más elemental que es el de la pulsión corporal de rechazo, no se comprende el brillo subversivo que en acciones de este tipo puede llegar a resplandecer. Acciones como estas en una época como esta son huellas de un animal en gravísimo peligro de extinción. Este animal no es otro que el hacer humano no domesticado dentro de los parámetros y las permisividades de la supervivencia. En este sentido, la cuestión sobre la autenticidad ideológica de El Solitario se torna irrelevante, o al menos secundaria, porque su aporte como revulsivo del inconsciente social excede el obstáculo de la ideología. Falla y fallará siempre quien pretenda medir la validez de los actos rebeldes mediante la verificación de su denominación de origen ideológica. La crítica a la ideología como pensamiento cosificado, como sistema de preinterpretación de los hechos, todavía no ha sido asumida por muchos revolucionarios. “La teoría revolucionaria es enemiga de toda ideología revolucionaria” pero, frente a lo apuntado por Debord, parece que todavía no sabe que lo es y en cada convulsión social se repite una discusión, siempre vana, sobre el grado de conciencia de los implicados. Con todas las tareas que después queden por hacer, que son por supuesto inmensas, la verdad seguirá siendo de quien sea capaz de practicarla.
Y la verdad practicada por El Solitario es altamente reivindicable desde una consideración revolucionaria: tomar, un solo hombre, al asalto, la propia vida y no ceder al determinismo miserabilizante y alienante del sistema socio-económico capitalista. Después de todo, su forma de actuar se inscribe una suerte muy particular de “guerra civil” que al proletariado nos constituye. A saber, reconquistar nuestra vida en la batalla cotidiana contra un enemigo que, por encima de otras tácticas, nos divide y nos invade, sesgándonos en una enajenación en la que nuestro policía interno es la fuerza de choque más importante. Contrasta la pulsión desalienante de El Solitario, capaz de pasar a la ofensiva ante la tortura del trabajo, con la impotencia que hace estragos incluso entre aquellos que se oponen a este orden social. Destaca especialmente su coraje y su talento, que guardan una energía liberadora añadida en lo artesano de sus métodos. Ante la omnipotencia de un poder altamente tecnificado, que sólo parece vulnerable desde los presupuestos tecnológicos que lo sustentan y que parecen condenar cualquier desobediencia a la tumba de su sofisticación (prototipo del delincuente hacker), El Solitario basó su fuerza en un espíritu del “hazlo tu mismo”, capaz de transformar materiales cotidianos en utensilios con los que burlar constantemente la autoridad. Nos referimos aquí a su armas de fabricación casera o a ese ingenio, de andar por casa y sin embargo tan efectivo y simpático, de taparse la palma de las manos y los dedos -y por lo tanto sus huellas dactilares- con esparadrapo. Y es que, tal vez, merced a su forma de actuar y a su anonimato -que le mantuvo durante quince años fuera de todo alcance-, El solitario tuviera algo de fantasma, sí… ¡pero como fantasma era Fantomas!. De repente, se rompe la ilusión y todas las alarmas suenan: Fantomas deja de ser un personaje de tebeo y se torna real, actuando contra el poder con inteligencia y eficacia, burlón y triunfante. ¿Y no es Fantomas uno de los referentes claves de la subversión que no se conforma con la hagiografía del movimiento obrero, irrenunciable pero también insuficiente? Podríamos mencionar otros ejemplos más cercanos a nuestro tiempo, y por tanto más conocidos aunque menos ricos en cuanto que la cultura popular se ha convertido en el hijo predilecto del espectáculo y su mayor campo de batalla y de experimentación, como Bodhi el surfista que atracaba bancos para tomar la gran ola, V de Vendetta o Tyler Durdem (4). Quizá El Solitario, sin tanta gracia pero con mayor contundencia, termine por ser un “cómplice popular” de aquellos que pertenecen a la tradición del bandidaje y alimente la leyenda. Ahí está, a pesar de toda la pobreza de nuestra actualidad, una actualización potencial del mito emancipador del bandido. Y una de las pocas razones por las que el posicionamiento ideológico de El solitario poseería alguna importancia es, precisamente, en la medida en que podría dar a esta actualización mítica un acento social. Porque el mito del bandido, de enorme importancia como figura robustececedora de la esperanza de los pobres, ha contado tradicionalmente con dos versiones, el forajido y el bandido social, hoy en patente decadencia. El Solitario, a la manera de estos tiempos, resucita ambas, y he aquí su carga turbadora. En tanto que, durante muchos años, ha supuesto un auténtico quebradero de cabeza para la inteligencia policial, El solitario encarna de manera ejemplar el arquetipo del fuera de la ley, ese individuo-héroe del principio de placer que sabe ganar la partida al principio de realidad, y que actúa en los imaginarios como referente moralmente fascinante, en palabras de Valle-Inclán en 1903 al respecto de un bandolero gallego. Por otro lado, cuando el solitario se declara, con toda desfachatez, “expropiador de bancos”, hay en sus palabras unas connotaciones que despiertan vagos recuerdos que lo hacen totalmente diferente del discurso terrorista al uso, como si un eco o un rumor (distorsionado) de la vieja guerra de clases llegara a las pantallas adormecidas de la actualidad. Y estos residuos de lo que en siglo XIX se llamaba fascinación moral o cuestión social toman hoy, aunque sean falsos y en la medida en que el siglo XXI ha hecho de la supresión de la cuestión social y de la fascinación no mercantil axiomas de funcionamiento, calidad de residuos radioactivos. Y así son tratados.
He aquí otro de los nudos importantes que la crítica revolucionaria debe intentar deshacer. El revuelo levantado alrededor de El Solitario resulta paradigmático para entender un modo del proceder espectacular. Las maniobras de lo mediático para desactivar cualquier actitud que no sea la de la sumisión religiosa a las ceremonias de la explotación son múltiples, adaptadas a cada peligro. En este caso debe entenderse la operación del espectáculo como una intervención desmitificadora, lograda paradójicamente con la construcción de un antimito, o un mito espectacular, en definitiva y como ya se ha señalado, de una vedette, en la que este hombre ya había sido convertido mucho antes de su detención. La escenificación patafísica del juicio, en la que El Solitario ha colaborado con todo su arsenal de histrionismos, pues sin duda los hombres se parecen más a su época que a sus ideas, ha supuesto la traca final. La carga reencantadora y emancipatoria de El Solitario ha sido en parte desactivada cubriendo con el manto infame del frikismo la figura mítica del bandido, lo que es algo habitual en esta época, que no quiere malditos, ni excéntricos, ni dandys, ni emboscados, que puedan desmoralizar y dar que pensar, sino frikis con los que reír y pasar el rato. En el colmo de la imbecilidad programada y la búsqueda avariciosa de audiencia, se le dedicó hace algún tiempo, cuando aún no se sabía quien era, una emisión de ese lamentable programa televisivo dedicado a la pacotilla marciana y al timo esotérico, en el que se conjeturaba con que fuera un “atracador fantasma” (ahora sí, de simple neoplasma). Y es que la realidad, día a día más delegada, tiende a ser cada vez más sobrenatural, una imagen pregrabada que se proyecta sobre la pantalla del mundo que los ciudadanos consumen estupefactos y asintiendo. Resulta pertinente apuntar, aunque no haya sido buscado de manera intencional por una mano negra sino producido por la propia forma del funcionar espectacular, que la burla implícita en el show de el solitario de los hechos y gestas de la historia del anarquismo ibérico juega un papel clave en la banalización requerida para la normalización del pasado traumático de este país, que aún reverbera en la memoria de la burguesía como una pesadilla. Completa esta operación de desmitificación el recurso de patologización/medicalización promovida desde la despreciable psiquiatría y su estrategia despolitizadora. Siguiendo los dictámenes de ese manual para la gestión social posmoderna que debe circular por las mesillas de noche del poder, la resabida fórmula de psicologizar (y por tanto individualizar y aislar) cuestiones cuyo carácter es social, ha sido aplicada a El Solitario de manera integral. Su verdadera locura (5) ha sido rebajada y distorsionada por toda una serie de sofismas psiquiátricos (trastorno de doble personalidad, narcisismo) que ejecutan la voluntad de aislar todo discurso singular que este tipo pudiera tener, invalidando su palabra.
Contrasta esta intervención abrumadora de descualificación mítica con el silencio que, paralelamente, se ha procurado organizar alrededor de otros, cuya peligrosidad, por distintas causas, resultaba mucho más amenazante. No entendemos el proceder del espectáculo si no tomamos en cuenta que, cuando le interesa, se apaga, deja de emitir, sumerge en la sombra a aquellas incomodidades que se ve incapaz de manipular. La huelga de hambre sostenida por Amadeu Casellas, genuino expropiador en la acepción más hermosa de la palabra y revolucionario incansable en guerra constante tanto dentro como fuera de las cárceles, ha sido manejada como un tabú mediático: ni una sola referencia en canal informativo alguno fuera de los ambientes antagonistas. Y es que la persona de Amadeu refresca con demasiada claridad los pasos fuertes de una época sobre la que es cuestión de vida o muerte para el poder pasar de puntillas, a saber, los años 70 y la virulencia del segundo asalto de los proletarios de todos los países contra todos los poderes. De un modo análogo, y aunque no se trate exactamente del mismo tipo de acción, si la estafa expropiativa de Enric Duran se ha filtrado a través del cordón sanitario impuesto por el bloqueo mediático, ha sido porque la brillantez y la destreza de su movimiento fue tal que resultaba imposible ignorarlo por completo (6). Y no es abusivo poner en la misma línea de sombra al Solitario, a Casellas y a Durán en cuanto que todos ellos encarnan, cada uno a su manera y por distintas causas, una última y misma rebelión contra la economía y sus perros guardianes: por ello la dominación les administra una misma suerte, aunque por medios también distintos, sobreexposición mediática en un caso, emparedamiento e invisibilidad en los otros. Pues lo que está en juego es que de ninguna manera el relato y la moraleja de estas vida se entrecruza con otros relatos y otras moralejas que a toda costa hay que mantener separadas, por ejemplo la crisis económica actual provocada por la mafia financiera y, en fin, la economía en su conjunto, no vaya a ser que tales ejemplos cuajen, o que se carguen del prestigio de la venganza y del contraataque, o que siquiera pongan en evidencia que lo que molesta a la dominación es que suponen una competencia desleal que al robar hace exactamente lo mismo que los banqueros, pero fuera del marco legal del capital, y contra ellos. Por eso la cuarentena, perpetrada con la luz cegadora de las cámaras o con la oscuridad de la mazmorra, y más o menos perfecta según la potencia del foco infeccioso a aislar pero en cualquier caso siempre efectiva, será decretada por el espectáculo allá donde lo necesite. Bajo su gobierno, los hechos unívocamente iluminadores de la imaginación subversiva nunca podrán salir del gueto.
Porque los mitos, que dan unidad y sentido a cualquier hacer humano, también al proyecto revolucionario, ya no emergen tan fácilmente de manera espontánea del metabolismo social. Se encuentran en gran medida adulterados y monopolizados por la fábrica de (malos) sueños del espectáculo, sueños en serie que el dinero sí puede comprar, pesadillas anfibias que al suplantar a la realidad dejan paradójicamente muy poco espacio para que respire lo imaginario. En esta tesitura no queda más remedio que diagnosticar una crisis profunda de la narración emancipatoria. Nuestra época carece de esa narración fuera y dentro de la historia que aliente encantamientos necesarios, y las débiles excepcionalidades que podrían reencantar la rebeldía hace tiempo que no se bastan por sí mismas. De alguna manera tienen que ser empujadas y nadar, además, con la corriente de la opinión pública, corriendo siempre el peligro de la trivialización recuperadora y de la artificialidad. Aunque desearíamos que figuras como la de Amadeu Casellas, Lucio Urtubía o tantas otras individualidades revolucionarias sirvieran de semillas (que no de ídolos) para las leyendas que vendrán, intuimos que los estímulos para una imaginación subversiva verdaderamente popular se darán desde otros presupuestos, mucho más oscuros pero también mucho más accesibles para el explotado de a pie. Posiblemente en el personaje de El solitario se encarna una micro-narración de tipo mítico, autónoma y singular, evidentemente impura pero capaz de excitar los sueños audaces que nos son comunes a todos los puteados de este tiempo, aunque en su caso esa temporalidad no haya estado precisamente de su lado (7). Y específicamente, los revolucionarios deben enfrentar la impureza como un reto, rescatar su verdad secuestrada, superarla. Pues a través de estas y otras suciedades todavía continúa el reguero de pólvora de una historia que sabemos que aún no ha dicho su última palabra.
Eugenio Castro, Julio Monteverde, Jose Manuel Rojo, Ángel Zapata, Emilio Santiago
Encontrado en El Rapto nº 3, 2008.
Notas
1. Por no hablar, es evidente, del País Vasco, donde la adhesión inquebrantablemente democrática al régimen ha eliminado los derechos burgueses que permitían abstenerse de dar una opinión o de declarar contra uno mismo, violación descomunal de la propia legalidad del sistema que por su misma enormidad, y por el contrabando emocional que administra en aras de la “lucha contra el terrorismo”, no deja ver otros atropellos no tan llamativos pero igual de preocupantes que han sido forjados en su mismo molde.
2. Lo más triste del ejemplo citado de la Telefónica es la reacción de los sindicatos afectados, que juran y perjuran que sus movilizaciones se han desarrollado “sin ningún incidente, ni con la empresa ni con los guardias de seguridad ni con sindicato o sindicalista alguno” (Telefónica: el miedo como forma de sometimiento, Alternativa Sindical de Trabajadores, 17-9-2008), como si tales incidentes no estuvieran sobradamente justificados, o no fueran necesarios en cualquier conflicto social de ahora y de siempre, como demuestran las huelgas y protestas cada vez más salvajes que estamos presenciando. Pero si se puede suponer que tras estas declaraciones sólo se esconde la táctica prudente que busca una solución práctica a los despidos de estos trabajadores, qué podemos decir (y deducir) de esa “afiliada de CC.OO.”, y del medio “revolucionario” que la publica, cuando afirma que “algunos manifestantes rompieron los cristales de los locales de estos sindicatos en el Distrito C e increparon a los que allí se encontraban. Aunque no podemos estar de acuerdo con estos métodos ya que se utilizan contra los trabajadores, sí son el reflejo del gran malestar existente en la plantilla” (El Militante, 6-7-2008, http://www.elmilitante.org/content/view/4862/37).
3. En este sentido, ¿por qué no considerar toda la fisicalidad y gesticulación asociada a sus manifestaciones como una anatomía de lo real en un hombre cuya conducta salta por encima de la simulación espectacular a la que es sometido, hasta convertirle en protagonista forzoso de un culebrón sociológico chapucero puesto en escena por los periodistas?
4. Se nos reprochará entonces que prestemos alguna atención a los frutos de una cultura popular adulterada y roída desde dentro por la economía: es que ese hijo es a veces un hijo terrible, el campo de batalla escondite de la guerrilla revolucionaria, y el conejillo de indias, monstruo mutante que se levanta contra su creador. Es decir, que no todo esta totalmente controlado, y que la penetración de las mentalidades y de los imaginarios por la ideología de la dominación no impide las disfunciones, los cortocircuitos, los desvíos, en fin, el retorno de lo reprimido que paradójicamente encuentra su voz en el mismo producto cultural –sea una película, una canción, un movimiento juvenil- que estaba diseñado para ahogarlo. El problema es distinguir lo uno en lo otro; volveremos sobre ello.
5. En términos de David Cooper: la expresión política de una acción extremadamente liberadora.
6. Recordemos que Enric Duran, a lo largo de varios años, logró estafar al sistema bancario casi medio millón de euros a través de pequeñas solicitudes de crédito nunca devueltas y contratadas a través de empresas ficticias. El dinero obtenido ha sido destinado a financiar una publicación contrainformativa con una tirada gratuita de más de 200.000 ejemplares y a diversos movimientos anticapitalistas catalanes. Duran ha reivindicado la acción a cara descubierta como un acto de desobediencia civil a través de Internet, pero ya en paradero desconocido para evitar consecuencias represivas. A pesar de la magnifica ejecución de este plan de insumisión bancaria, uno de sus pilares, que era la visibilización de una resistencia efectiva y al alcance de todos, no se ha desarrollado de manera completamente satisfactoria. En una entrevista que puede leerse en kaosenlared, Enric Duran reconoce que “el efecto sorpresa y la simpatía que la acción ha recibido de muchos periodistas han sido claves para romper el filtro mediático. Especialmente en Internet, radios y prensa, así como algunos programas de televisión. Pero el filtro lo han conseguido mantener en los informativos de televisión, que es el espacio más controlado políticamente”
7. Nos gustaría preguntarnos cómo hubieran sido interpretadas las andanzas del Solitario si hubieran coincidido con a la implosión del sistema financiero y a la enésima crisis que hoy soportamos. La misma pregunta valdría para aquella epidemia de rabia incomprendida que hizo arder tantos cajeros automáticos y sucursales bancarias hace unos años: ¿habría florecido con mayor vigor la semilla insurreccional en el terreno abonado de la angustia de la hipoteca impagada y del trabajo en el aire, en vez de agostarse en la tierra baldía de la indiferencia y el aislamiento? ¿asistiremos hoy a una nueva siembra más fructífera?
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