Texto de Marcelo Expósito sobre la muerte de Juan Pablo
Pongamos que un hombre es detenido en plena calle de una ciudad de un
estado que se denomina democrático; pongamos que sea verdad que estaba
cometiendo un pequeño delito, quién sabe si un robo o un hurto; pongamos
que puede ser falso ese delito, una excusa retroactiva pergeñada por
alguien para ocultar algo. Todo es posible en un país donde los de
arriba acumulan cada vez más riqueza y poder mientras que los de abajo
empiezan a despeñarse vertiginosamente por la pendiente de la
supervivencia diaria y la impotencia ante las autoridades que decretan y
gestionan su miseria.
Qué importa: el caso es que un hombre es detenido
por la policía en la calle de una ciudad de un estado que se hace llamar
democrático. Pongamos que un hombre es trasladado a dependencias
policiales. Pongamos que en un estado que se denomina democrático las
personas han de tener su seguridad garantizada cuando se encuentran bajo
custodia de la policía. Pongamos, quién sabe, que la policía identifica
a este hombre, conoce su vida no acorde al estilo de la gente
bienpensante; pongamos que la policía tuviera querencia por tomarse la
justicia por su mano contra quienes considera un peligro para el orden
de los bienpensantes, que la policía está compuesta mayoritariamente por
trabajadores alienados a quienes cuesta caer en la cuenta de que están
haciendo el trabajo sucio para los de arriba que cada vez atesoran más
riqueza y poder a costa incluso de su propia policía. Pongamos que esa
justicia autogestionada por la policía pero encubierta
institucionalmente puede adoptar muy diferentes formas, de la
humillación verbal al mero cachetazo; de la presión continuada sobre un
sujeto a la severa paliza; de la falsificación de pruebas para acusar de
un delito a la literal tortura física. También podría ser que la policía
detenga un día a un hombre y, pongamos, sencillamente lo trate con
frialdad, indiferencia o neutralidad; eso también sucede en muchas
ocasiones, puede ser cierto. El caso es que, pongamos, un hombre es
detenido e ingresado en dependencias policiales, y su seguridad e
integridad físicas deben ser garantizadas en un estado que se califica
democrático.
Pongamos que un hombre bajo custodia policial se encuentra desaparecido
para sus personas allegadas, para su familia e incluso para el Consulado
de su país de origen, durante casi tres semanas. Cuesta llamar a eso
respeto a los derechos humanos. Pongamos que la administración policial
o judicial puedan justificar la forma en que habrían actuado; pongamos
que, por el contrario, pudiéramos calificar esa actuación de negligencia
administrativa grave. Hagamos sin embargo un esfuerzo por desplazar el
enfoque sobre ese dato de la desaparición de un hombre bajo custodia
policial: costaría no darse cuenta de que este mero hecho, la simple y
llana evaporación de un hombre en tales circunstancias, resulta
abominable, es una auténtica infamia, un atentado contra nuestra mera
dignidad colectiva como seres humanos. Un hombre permanece desaparecido
durante más de dos semanas para la gente que lo conoce y que lo quiere,
para sus compañeros, para la administración de su país de origen,
estando bajo custodia policial, en un estado que se llama democrático.
Pongamos que un hombre resulta severamente herido mientras se encuentra
encarcelado bajo custodia de una policía formalmente democrática.
Pongamos que se le traslada con urgencia a un centro hospitalario
público. Pongamos que la policía, diligentemente, presenta en un juzgado
las pruebas que la exculpan del grave estado de salud de ese hombre.
Cambiemos el enfoque. Pongamos que las palabras ‘pruebas’ y ‘exculpar’
están aquí incorrectamente utilizadas. Resulta difícil pensar que la
policía pueda ser sencillamente ‘exculpada’ de los daños físicos
irreversibles que sufre una persona que se encuentra bajo su protección
en una sociedad que se denomina democrática, donde, pongamos, las
personas no pierden sus derechos, ni la policía queda eximida de su
obligación de velar por la integridad física de las personas, por haber
sido detenidas tras supuestamente cometer un delito nunca confirmado por
sentencia judicial. Pongamos que pudiera existir una disputa en torno a
si fue la propia policía quien infligió graves daños físicos a un hombre
bajo su custodia. Desde este enfoque, de haber sido la policía quien
ejerció maltrato o tortura, resultaría culpable. De haberse
autoinfligido esos daños ese hombre, por el contrario, la policía
resultaría exculpada. Cambiemos el enfoque.
Resulta extraño que en una democracia la policía y la justicia puedan
considerar justificable en algunos casos delegar en un hombre la
responsabilidad de su propia seguridad física mientras se encuentra bajo
custodia en dependencias policiales, y argumentar que actuaron
correctamente intentando ‘salvarle’, pongamos, de un accidente o de una
lesión autoinducida, como si un hombre detenido en el calabozo de una
comisaría de policía fuera un ciudadano en su propio domicilio o una
persona cualquiera caminando por la calle, y un policía que lo custodia
fuera meramente alguien que pasaba casualmente por ahí, y un juez a
quien corresponde emitir un juicio sobre ese hecho fuera ni más ni menos
que cualquier otro sujeto que observa la escena a distancia de manera
neutral e indiferente.
Pongamos que un desconocido se presenta en casa de una persona para
avisarle de que un amigo de ésta se encuentra agonizando en un hospital
público. Pongamos que ese desconocido se muestra aterrado e insinúa
haber presenciado malos tratos o torturas en sede policial. Pongamos que
un hombre agoniza en un hospital público y un amigo que puede acudir a
visitarlo precipitadamente después de haber tenido noticia de su estado
por medios demasiado siniestros como para no estremecerse, asegura que,
efectivamente, ese hombre mostraba indicios de que pudiera haber sido
golpeado. Pongamos que un hombre muere tras haber agonizado durante tres
días en un hospital público. Tres días sin la compañía de sus personas
allegadas, ni de las personas que lo aman, ni de su hijo ni de su hija.
Pongamos que ese hombre hubiera llegado al hospital gravemente
lesionado, trasladado por la policía bajo cuya custodia ese hombre se
encontraba. La policía afirma haber actuado correctamente. El hospital
afirma haber actuado correctamente. La justicia podría, pongamos,
afirmar que todo se ha producido bajo la máxima corrección. El caso es
que, pongamos, un hombre que es sustraído del espacio público y de su
cotidianidad por la policía de un estado que, por democrático, debe
garantizar su seguridad, su integridad física y sus derechos como ser
humano, acaba agonizando durante tres días en soledad, atravesando esa
fase final de su vida sin poder ser acompañado por nadie a quien amó ni
despedirse de sus dos hijos.
Pongamos que cuesta no desear, a cada una de las personas bajo cuya
custodia se encontraba aquel hombre, que tengan el mismo final: solos,
en un país que no es el suyo, desaparecidos para quienes le conocen,
pensando quizá que nunca jamás sus hijos puedan llegar a saber cuál fue
su destino, sin saber siquiera si aquellas personas a quienes ama
llegarán a disponer de una tumba adonde acudir a rendirles culto y
memoria. Cuesta, a quien esta condena desea para otros, no sentirse
inmediatamente miserable, porque, al contrario, el deseo de una vida
digna y de una muerte digna para todas las personas es una componente
esencial de nuestra moral como simples seres humanos. Pero, más allá de
esta ética que, pongamos, quizá algunas personas no comparten ni
practican, existe un hecho evidente a todas luces: alguien tendría
cuando menos que dar explicaciones e incluso, pongamos, hacerse
responsable de la muerte que causa espanto de un hombre bajo custodia
policial, una forma de morir que es no solo una violencia simbólica y
física objetiva contra ese hombre que ha muerto, sino que es además una
agresión general contra nuestra condición compartida de seres humanos.
Pongamos que un hombre ha muerto y que su familia y sus personas
allegadas están sobrecogidas y seriamente alteradas por las noticias que
reciben informalmente después de que ese hombre haya estado desaparecido
durante casi tres semanas en total, vivo, agonizante y finalmente muerto
bajo custodia policial y judicial en un estado que se denomina
democrático. Pongamos que esas personas no reciben oficialmente nunca ni
una llamada, ni un comunicación, ni una explicación, ni un dato, ni una
prueba, nada, completamente nada, la más absoluta y sobrecogedora nada,
acerca del paradero, de la muerte y de las circunstancias bajo las que
se produjo el fallecimiento de un hombre. El vacío. Quizá alguna
disculpa, pongamos, por haber ‘comunicado’ su muerte tarde. Pongamos que
esa aparentemente sencilla negligencia incumple preceptos legales
inexcusables. Alguien debería en tal caso, pongamos, hacerse legal o
administrativamente responsable. Alguien tiene a su cargo la seguridad
de un hombre bajo su custodia, y después de su cadáver. Ese hombre muere
bajo circunstancias que no se hacen públicas cuando se debe y sobre las
que empiezan a circular informalmente datos alarmantes. Las personas
allegadas a ese hombre, agitadas, pongamos que publicitan el caso como
principal herramienta con la que cuentan para hacer valer algo que en
realidad son sus derechos, pongamos, por ejemplo, el derecho a saber la
verdad de primera mano, de manera fiable. Pongamos que, en ese ambiente
de urgencia e incertidumbre, algunos datos que se publicitan pudieran
estar equivocados. Pongamos que quienes eran responsables de la
seguridad de ese hombre que ha muerto, utilizan esos ligeros errores
para desprestigiar a quienes plantean públicamente la hipótesis de que
un crimen pudiera haberse cometido, y que son nada menos que los
familiares, los hijos, la gente allegada a ese hombre que ha muerto
separado de ellos. Pongamos que quienes son responsables de la seguridad
de ese hombre que ha muerto echan mano de cualquier detalle secundario
para justificar indirectamente el hecho de que un hombre bajo su
custodia tras haber sido detenido haya permanecido casi tres semanas
desaparecido, agonizando en un hospital durante tres días, muerto sin
comunicación oficial a personas ni instituciones del país de origen de
ese hombre. Pongamos que, de haber sucedido esto, no puede caber duda
alguna de que alguien tendría que hacerse legalmente responsable de tan
grave negligencia administrativa.
Con todo, hagamos un esfuerzo por desplazar el enfoque. Pongamos que,
además de la justicia ordinaria, tendríamos algo que decir, como seres
humanos, con respecto a qué condena ética, moral y social corresponde a
quienes han impuesto una muerte indigna a un hombre bajo su custodia.
Pongamos que existe una grabación en vídeo realizada mediante el
circuito interno de vigilancia de las dependencias policiales adonde un
hombre ha sido conducido tras ser detenido en la calle. Pongamos que la
policía que detuvo y bajo cuya custodia se encontraba un hombre, de cuya
seguridad la policía es por tanto responsable, afirma que ese vídeo
muestra cómo ese hombre resultó gravemente herido tras intentar
suicidarse en la celda donde se encontraba recluido. Pongamos que solo
se tienen noticias de la existencia de ese vídeo una vez que han
comenzado a publicitarse ciertas hipótesis en torno a la responsabilidad
de la policía en la muerte de un hombre detenido y bajo su custodia.
Pongamos que el jefe de la policía, es decir, el mando policial último
responsable de la seguridad de ese hombre, afirma solo entonces, una vez
que las graves sospechas sobre la actuación policial comienzan a hacerse
públicas, que ese vídeo había sido depositado en sede judicial
inmediatamente después de abandonar en el hospital a un hombre
custodiado gravemente herido; depositado en sede judicial con el fin de
que esa grabación adquiriese el carácter de prueba exculpatoria de la
policía. Pongamos que a muy pocas personas les pudiera haber sido dado a
visionar ese vídeo. Pongamos que ni a la familia, ni a las personas
allegadas, ni a los hijos, ni a los compañeros de un hombre que ha
muerto bajo inciertas circunstancias les hubiera sido dada a visionar
esa grabación que supuestamente muestra el intento de suicidio de un
hombre. Pongamos que un diario local publica in extremis una breve nota
describiendo el contenido de esa grabación.
Pongamos que a la periodista que firma la nota le hubiera sido dado
visionar ese vídeo del intento de suicidio de un hombre, la grabación
del momento en que un hombre supuestamente intenta quitarse la vida, un
momento dramático por un lado, y sagrado por otro, el instante en que un
hombre busca supuestamente poner fin a su existencia; y que esa gracia a
una periodista se le concede por encima y en exclusión de los
familiares, las personas allegadas, los hijos y los compañeros de ese
hombre que fue registrado por la cámara de vigilancia de una comisaría
de policía en donde, pongamos, no solo su seguridad física, sino además
el derecho a su propia imagen, el derecho a su dignidad como persona, el
derecho a su intimidad deberían estar garantizados, máxime si, como
afirma el jefe de policía responsable de proteger los derechos de
cualquiera que resulte detenido, se trata del registro del momento en
que ese hombre decide poner fin a su vida. Pongamos, además, que ese
desprecio a la dignidad, a la identidad, a la imagen de un hombre que ha
muerto se ejerce porque un jefe de policía prioriza el interés de
exculparse ante la opinión pública, por delante de las exigencias que
conlleva su condición de alto responsable de garantizar plenamente los
derechos de las personas, más aún de las personas bajo su expresa
custodia por haber sido detenidas en un estado que se llama democrático.
Pongamos que el máximo responsable de la policía de una ciudad en un
estado que se llama democrático ha pisoteado ciertos derechos de un
hombre bajo su custodia, de sus familiares y de sus personas allegadas,
mostrando el vídeo del momento crucial de su supuesto intento de
suicidio exclusivamente a una periodista. Esa forma de actuar podría ser
calificada, pongamos, cuando menos de insensible; quizá más
ajustadamente de repugnante a la moral que debiéramos compartir como
seres humanos. Pongamos que, sin embargo, el vídeo no hubiera sido dado
a visionar a la periodista, sino que ésta hubiera podido sencillamente
publicar con su nombre una nota directamente redactada o dictada por el
jefe de policía urgido a contrarrestar las noticias que crecen arrojando
sombras sobre el hecho de que un hombre bajo su custodia haya muerto. No
es una hipótesis descartable, dado el oscurantismo que rodea este caso y
otros muchos semejantes. ¿A partir de qué umbral podemos empezar a
considerar que la complicidad de la prensa con los poderes públicos y
las élites económicas, pongamos, convierte a una sociedad que se llama
democrática en una dictadura del ocultamiento y de la desinformación?
Hagamos no obstante un esfuerzo por desplazar el enfoque. Aceptemos por
un momento que ese vídeo existe, o pongamos que aceptamos la existencia
de la ‘descripción’ de ese vídeo, tal y como ha sido publicada en una
nota de una periodista que parecía muy apremiada. Dice así (traduzco del
catalán, de El Punt, Avuí): “El juzgado tiene sobre la mesa el registro
de las cámaras de seguridad que le entregó la policía y donde se ve todo
el proceso. Se ve cómo [ese hombre] entra pacíficamente a la celda tras
un agente, cómo intenta dormir y se tapa la cara con la camiseta porque
la luz le molesta, se levanta varias veces y da vueltas por la celda.
Desaparece de la visión de las cámaras cuando se cuelga de los barrotes,
que quedan justo bajo la cámara, y entonces es cuando el policía que
vigila las cámaras da la señal de alerta. Las imágenes también muestran
diversos agentes que le hacen el boca a boca reanimándolo, lo que
inicialmente consiguen, y el detenido es trasladado vivo al [Hospital]
Trueta, donde muere tres días después”.
Hagamos un pequeño esfuerzo por leer en detalle de nuevo esta sencilla
descripción. Pongamos que aceptamos la existencia de una prueba que se
propone como irrefutable pero que a nadie, ni a la familia, ni a los
allegados, ni a los hijos, ni a los abogados que canalizan la denuncia
por la muerte de un hombre les ha sido dado visionar. Se trataría de
hacer un ejercicio básico de análisis, pongamos, sobre cómo el ‘carácter
documental’ o ‘probatorio’ de una imagen no es consustancial a esa
imagen; es más bien un efecto que se construye, es propiamente el
resultado de una enunciación que oculta la posición desde la que alguien
habla, naturalizando así los hechos que se quieren demostrar como
objetivos. Una imagen, pongamos, esconde tanto como aparenta mostrar.
Una descripción y un relato, pongamos, exponen unos hechos tanto como
ocultan qué interés alguien tiene en promover un efecto, en orientar una
lectura de la realidad, en inducir una conciencia o un estado de ánimo.
Tenemos en primer lugar, pongamos, la descripción fría de cómo un
hombre, aparentemente, se inflige daños irreversibles que le conducen a
la muerte. Como si el acaecimiento de ese hecho en sede policial pudiera
ser tomado por una circunstancia natural que debiera ser analizada con
neutralidad, sin apasionamiento. Pongamos que se nos susurra lo
siguiente, con el fin de aplacarnos: mantengamos la cabeza fría,
pongamos que un hombre ha muerto, pero no pasa nada, estemos tranquilos,
tan solo observemos desapasionadamente qué ha sucedido. “El registro de
las cámaras de seguridad… donde se ve todo el proceso”: como si la
realidad entera, las circunstancias completas que rodean y todas las
implicaciones que se derivan de ese escenario pudieran ser comprendidas
por una sola grabación de vídeo. “Se ve cómo… entra pacíficamente a la
celda tras un agente”, como si el ingreso en una celda fuera un hecho
aceptable para cualquier hombre, como si existiera, pongamos, una
supuesta naturalidad en el permanecer en sede policial tras haber sido
detenido; como si el desenlace fatal que ha de llegar, por tanto, no
fuera sino una anomalía, un hecho impredecible en la quietud de una
estancia tranquilamente asumida por todos (policía, detenido,
espectadores) en sede policial. “Desaparece de la visión de las cámaras
cuando se cuelga de los barrotes, que quedan justo bajo las cámaras”.
“El detenido es trasladado vivo al [Hospital] Trueta, donde muere tres
días después”. Esta frase final, añadida como corolario a la descripción
previa de la grabación, obviamente no puede estar describiendo nada que
el vídeo contenga, pues se trata de un hecho que sucede fuera del radio
de acción de esa cámara de vigilancia. Esta frase, añadida
consecutivamente a la descripción del supuesto contenido del vídeo,
tiene una función. Naturaliza la construcción de una secuencia lineal,
perfectamente correlativa. Un hombre es detenido. El aceptar
tranquilamente su detención prueba que asume su culpabilidad. El ingreso
en una celda caminando por detrás de un agente implica sometimiento a la
situación. Su incapacidad para dormir denota inquietud. Aunque
desaparezca de la cámara ‘sabemos’ que se cuelga de los barrotes. Esta
última deducción de lo que la imagen ‘demuestra’ sin necesidad de
efectivamente mostrar es el efecto de haber asumido una ‘verdad’ a
priori, que no es sino una interpretación de los hechos partidaria
previa al relato. El relato periodístico pretende hacer ‘ver’ una verdad
se deduce de una prueba visual; en realidad, tal relato consiste en la
interpretación de una imagen que nadie puede ver sino solo la
periodista, una interpretación que está conforme con una ‘verdad’ previa
que se asume y que no permite poder ser contradicha. La descripción de
la imagen de ‘varios’ agentes logrando reanimarle opera como una
sinécdoque de la implicación de todo el cuerpo policial en el intento de
salvar a un hombre de un daño infligido a sí mismo, de manera
imprevisible, y del que solo ese hombre sería responsable. Como si la
parte pudiera efectivamente ser equivalente al todo. Si son ‘varios’ los
agentes que intervienen, entonces se trata de ‘la policía’ en general
quien intervino. Actuó ‘la policía’ para salvar la vida de un hombre
quien solo él puede ser responsable de lo que se hizo a sí mismo. Si ‘la
policía’ interviene para reanimarlo es que no hay un solo policía que
pueda tener otro interés diferente a salvar la vida de ese hombre, no
puede haber ni un solo policía que pueda ser sospechoso de haber
actuado, fuera de esa imagen (recordemos: de acuerdo con el relato
periodístico, esta grabación lo muestra ‘todo’, no hay ‘nada’ por fuera
de esta imagen), de manera diferente al interés por salvar la vida de
ese hombre. Pero de la urgencia que el relato muestra por demostrar que
el hombre murió ‘fuera’ de la jurisdicción policial, lo cual exculparía
a la policía de su muerte, se puede deducir también que, si bien la
imagen muestra cómo ‘la policía’ intervino movida por el interés de
salvar la vida a ese hombre, quizá intervino también para que ese hombre
se mantuviera vivo hasta poder hacerlo salir de una sede policial. Se le
trasladaría, en definitiva, al hospital, quizá para que allí muera. Ahí
acaba ‘evidentemente’, de acuerdo con ‘la prueba’, la responsabilidad
del cuerpo policial sobre el futuro de ese hombre. Muere tres días
después. Lo que quiere decir que su muerte es ya un acontecimiento
privado posterior, pues tiene lugar fuera de la jurisdicción de la
policía que lo detuvo y bajo cuya protección resultó herido hasta perder
posteriormente la vida.
Si la periodista a quien supuestamente le fue dado visionar ese vídeo
por encima del derecho que asiste a familiares y personas allegadas a un
hombre que ha muerto, y por encima, incluso, del derecho a la imagen, a
la intimidad y a la integridad personal de ese mismo hombre, si a esa
periodista, pongamos, le mueve el interés de mostrarlo ‘todo’, el mismo
interés que parece motivar, por cierto, a quien dio a ver esta grabación
a esta periodista, esto es, el jefe de la policía de una ciudad bajo
cuya custodia se encontraba un hombre que ha muerto, entonces conviene,
sí, si es el interés de todos, que hagamos ver ‘todo’. Habrá quienes,
pongamos, piensen que esta carta es demasiado larga y farragosa, que
bastaría haber comenzado con un simple y directo ‘Yo acuso’ e informar
taxativamente de que un hombre ha muerto, pongamos. A quien la ha
redactado le parece, por el contrario, que hay ocasiones en que resulta
inevitable ejercer una cierta violencia: la de asir la cabeza otros para
girarla con firmeza y hacerla sostener ininterrumpidamente la mirada en
detalle sobre la manera implacable en se ejerce —a veces mediante el
aparente respeto formal— el desprecio por las personas, de cómo una
institución social tiene el poder total de infligir de maneras incluso
incruentas un trato inhumano, de cómo opera la microfísica del poder
represivo, no necesariamente a través de sus formalizaciones más
escandalosas: los malos tratos, la tortura. De cómo la democracia es
violentada para convertirla en otro nombre de la dictadura.
Esa nota periodística sobre la muerte de un hombre no se limita a
describir una grabación de vídeo fantasmática. También desgrana nada
menos que el expediente policial de un hombre muerto. Ese hombre,
‘informa’ la periodista, “vivía solo en una casa que había ocupado sin
consentimiento de sus propietarios en Girona, y hacía unas semanas que
había recibido una orden de desalojo”; ese hombre, “además, era
conocedor del funcionamiento de los calabozos policiales, ya que en los
últimos años había acumulado un buen número de detenciones por delitos
diversos: amenazas, extorsión, tráfico de drogas, daños, lesiones,
hurto, robo con violencia e intimidación, entrada en domicilio ajeno…”.
¿Nos dicen algo esos datos, en la frialdad de una burocrática
enumeración policial, de cómo un hombre, pongamos, elige y al mismo
tiempo se ve obligado a vivir? Pretendiendo ‘mostrar’ una verdad, ¿qué
nos oculta una ficha policial travestida de información periodística
sobre la manera en que se codifica socialmente la diferencia? ¿Cuál el
interés por el que se quiere hacer pasar por delito las diversas formas
que adopta la precariedad para sobrevivir en las metrópolis sometidas a
la dictadura de los mercados y al desamparo de las clases trabajadoras
por parte de los poderes públicos que dicen representarlas? ¿Cuál es la
relación entre la representación de un hombre como ‘peligroso’ o
‘marginal’ y la justificación retrospectiva de su posterior muerte violenta?
La filtración de datos policiales para ser publicitados con el fin de
proteger actuaciones policiales y compensar el silencio político a
propósito de la muerte de un hombre que se da apriorísticamente por
justificada, es ni más ni menos que una forma de fascismo. La
representación pública de un hombre como sujeto peligroso, desviado,
marginal y antisocial, incapaz por tanto de cuidarse a sí mismo, para
encubrir además las responsabilidades que se derivan de su muerte cuando
se encontraba bajo custodia de una institución explícitamente obligada a
protegerlo por haberlo detenido, constituye el ejercicio de una
violencia intolerable, de un desprecio tan ostensivo por los valores
sociales democráticos, por los derechos fundamentales de un ser humano,
que uno encuentra todas las palabras del mundo insuficientes para
calificar ese espanto. Ese hombre que ha muerto, aun cuando no pudiera
demostrarse el ejercicio de malos tratos o torturas físicas sobre su
persona, ha sido manifiestamente violentado bajo custodia policial hasta
el momento en que falleció, y tanto él como su familia, sus hijos y sus
seres allegados siguen siendo objeto de violencia simbólica, política y
administrativa después de su muerte. Ese hombre y el resto de esas
personas han sido y continúan siendo víctimas de, por lo menos y hasta
el momento, algunas de las acepciones que en la lengua castellana adopta
la palabra ‘crimen’. Tenemos frente a nuestros ojos nada más y nada
menos que un crimen de estado, cometido en una ciudad de un estado que
se llama democrático.
Juan Pablo Torroija, ciudadano de nacionalidad argentina residente en
España desde hace siete años, era padre de un hijo en Argentina y de una
hija en España. Parece ser que es detenido el 11 de julio en una calle
de Girona. Parece ser que es trasladado a una comisaría de la Policía
Municipal. Parece ser que resulta gravemente herido bajo custodia
policial. Parece ser que es trasladado al Hospital Trueta el mismo día
de su detención. Parece ser que agoniza durante tres días hasta fallecer
como consecuencia de las lesiones que sufrió durante su estancia en el
calabozo. Es seguro que la Policía Municipal conocía su identidad y sus
circunstancias porque presentó una denuncia por robo, parece ser que
justo después de haberle detenido. Aun así, nadie fue avisado, ni de su
detención, ni de los cargos de los que se le acusaba, ni de las
circunstancias bajo las cuales resultó lesionado, ni de su traslado a un
hospital público, ni de su agonía, ni de su fallecimiento. Ni sus
familiares, ni sus personas allegadas, ni el Consulado de la República
Argentina. Un reciente amigo de Juan Pablo es visitado el día 13 de
julio por una persona anónima, quien alterada le informa del destino de
Juan Pablo, indicándole que, tras haberse enfrentado a la policía, ha
sido severamente maltratado. El amigo alcanza a visitar a Juan Pablo en
el hospital y afirma que, a su parecer, mostraba signos de haber sido
golpeado en varias partes del cuerpo. Sabemos que Juan Pablo muere el
día 14 de julio, solo. Sabemos que es trasladado a la funeraria Mémora,
siendo puesto su cadáver a disposición del Juzgado nº 1 de Girona.
Sabemos que 14 días después de su fallecimiento, un amigo español viaja
a Girona a visitar a Juan Pablo, y entonces conoce informalmente las
circunstancias generales de su muerte. Sabemos que este amigo avisa a la
excompañera de Juan Pablo, madre de su hija española, la cual avisa a su
familia argentina. Sabemos que familiares y personas allegadas a Juan
Pablo toman urgentemente la iniciativa, siendo recibidos y amparados por
el Director de Asuntos Consulares de Argentina, publicitando de
inmediato los datos de que se disponían y planteando algunas hipótesis
sobre la oscuridad que rodea la detención y muerte de Juan Pablo.
Sabemos que los medios de comunicación argentinos se hacen
inmediatamente eco de la denuncia formal presentada mediante abogado en
un juzgado de Girona, y que los medios españoles y catalanes, con
excepción de un par de medios de la prensa libre vinculada a los
movimientos sociales, no informan en absoluto. Nada en absoluto. Nada.
El vacío. Sabemos que la madrugada del 2 de agosto se empieza a expandir
la versión policial, emitida por el Jefe de la Policía Municipal de
Girona Josep Palauzié, de acuerdo con la cual Juan Pablo recibió un
trato correcto, inopinadamente se ahorcó con su propia camisa colgándose
de los barrotes de su celda, los policías en servicio lograron
reanimarlo para trasladarlo al Hospital Trueta, poniendo acto seguido a
disposición judicial una grabación en vídeo realizada por las cámaras de
vigilancia internas de la comisaría, la cual avalaría el relato policial.
Sabemos que ni la familia ni nadie cercano a Juan Pablo ha sido
contactado por la policía. Sabemos que nadie ha expresado oficialmente
ninguna palabra del espectro semántico en torno a: ‘lamentación’,
‘disculpas’, ‘condolencias’. Sabemos que la Jueza del Juzgado de
Instrucción nº 4 de Girona, Gemma Garcés Sesé, aseveró personalmente a
los abogados querellantes que necesitaba tomarse un tiempo para estudiar
el atestado y realizar la unificación de la causa. Sabemos que de manera
inmediata, sin embargo, decretó el cierre de las actuaciones
vinculantes, impidiendo así que la parte querellante, en representación
de la hija de Juan Pablo, tuviera acceso a las pruebas, y sin aceptar
ningún tipo de acusación popular.
Un ciudadano argentino ha muerto en España después de haber sido
‘desaparecido’ bajo custodia policial. Solo esa imagen estremece por su
profundidad histórica. Yo soy ciudadano español y siento vergüenza e
indignación por la manera en que un hombre ha muerto. También yo tengo
una hija y un hijo en Argentina y en España, también tengo antecedentes
policiales y penales por luchar por un mundo mejor y por mi modo de
vida: mi indignación y mi furia son la de un igual a Juan Pablo. No
reconozco a las autoridades de un estado, que se califica de
democrático, el derecho a situarse por encima de nuestros derechos a la
dignidad, a ver preservada nuestra integridad física, a ser informados
de manera fidedigna. Yo acuso a los agentes y responsables policiales de
haber cometido ya cuando menos el crimen de atentar contra la dignidad y
los derechos de Juan Pablo Torroija, y a los responsables judiciales de
haber cometido el crimen de atentar contra el derecho a la defensa y a
conocer la verdad de manera detallada y fundamentada que asiste a los
familiares y las personas allegadas a Juan Pablo. También yo creo que en
este país hay indicios de estar deslizándonos hacia un nuevo tipo de
dictadura. Pongamos que un hombre ha muerto. Se llamaba Juan Pablo
Torroija. Su nombre se conoce y no se olvida. También sabemos quiénes
tenían la responsabilidad de que siguiera con vida. Se exige justicia.
Las cloacas del estado se vuelven a llenar de muertos...
ResponderEliminar12 muertes bajo custodia policial en lo que va de año, más del doble que en todo el año pasado. A esto hay que sumar las muertes en centros penitenciarios. Y aunque una sola fuese...
ResponderEliminarVenganza!
http://latele.cat/que-corri-la-veu/mort-girona-muerte-en-girona
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