Esta carta abierta dirigida al Ministro de Justicia, que describe hechos probados que son realmente incómodos para el estado, pero de indudable interés para las personas sometidas a su soberanía - tanto si aceptan ésta de buen grado como si no - fue enviada para su publicación a los tres grandes diarios de tirada nacional: ABC, El Pais y El Mundo. Ninguno de estos tres paladines de la información ha querido publicarla, pese a la incuestionable veracidad de lo dicho y lo ponderado de su tono, algo que aún arroja más sombras respecto a algunas actuaciones del estado y que viene a posicionar a estos medios, una vez más y para el interés de aquellas personas que conservan su sentido crítico, donde realmente están: siempre al servicio del poder establecido tanto para propagar su verdad oficial, como para silenciar aquellos hechos ciertos que son susceptibles de poner en tela de juicio el discurso público. Es por ello y para romper éste muro de silencio, que os animo a todas las personas a reenviar esta carta a donde os parezca oportuno, traducirla,etc.
Muchas gracias a todas.
SEÑOR MINISTRO DE JUSTICIA:
Me dirijo a usted mediante esta carta abierta para poner en su conocimiento unos hechos que por su extrema gravedad, entiendo que son de sobrada importancia como para que usted les dedique una parte de su tiempo y atención. No en vano lo que ponen en cuestión es nada menos que la viabilidad del fundamento teórico y práctico del estado de derecho.
Lo que vengo a referir es un suceso que se supone que jamás podría ocurrir. Que antes de llegar a una cosa así, se activarían los controles y sistemas de garantías del estado para detectarlo y darle solución. Sin embargo esto no sucedió y como consecuencia de ello, hube de pasar cinco años de mi vida en las cárceles españolas en una situación que, pasados diez años, ha sido calificada por
órganos judiciales como de prisión indebida.
Las rotundas afirmaciones que hago tienen hoy carácter de evidencia. Son consideradas hechos ciertos tanto en informes de Instituciones Penitenciarias que obran en mi poder y en el de mi defensa procesal, como en las correspondientes resoluciones judiciales que dictó la Audiencia Nacional entre los años 2008 y 2009. Se llegó a ellas tras un largo periplo judicial que fue calificado
de “extravagante” por el Iltmº Sr. magistrado juez D. Javier Gómez Bermudez, quién en última instancia se pronunció al respecto afirmando, más allá de cualquier duda, que entre el 19 de julio de 1997 y el 12 de marzo de 2003 estuve preso indebidamente. Cinco años de mi vida, por tanto. Pero al día de hoy, pese al reconocimiento expreso e incuestionable de que durante tan largo periodo de
tiempo estuve privado de libertad contraviniendo lo dispuesto por jueces y tribunales, seguimos sin tener una respuesta clara, por parte de las instituciones del del estado, con la que se intenten paliar las consecuencias de éste suceso tan irreversible como irreparable.
Lo que hace especialmente escandaloso el caso del que estamos hablando, es que no se trata de uno de esos lamentables episodios en los que una persona permanece en prisión, por un uso excesivamente riguroso de la prisión provisional o no, para resultar después absuelta en el acto del juicio. Esto es algo a lo que por desgracia estamos bastante acostumbrados y habrá quién diga que es inevitable, por más que otras personas no estemos de acuerdo con ello. Pero no fue esto lo que
sucedió en mi caso. Permanecí en prisión indebidamente durante cinco años porque encontrándome extinguiendo varias condenas firmes, no fue anotada en mi expediente penitenciario, tal y como la Audiencia Provincial de Zaragoza ordenaba a la cárcel de Jaén II que se hiciera, la resolución judicial que reducía mi condena en doce años. Fallaron por tanto los mecanismos internos de funcionamiento del estado al no realizarse desde la DGIP la que es su función principal, es decir:
dar cumplimiento efectivo a los mandatos de jueces y tribunales. Y fallaron de tal forma que lo que se vino a demostrar, es que el incomprensible error de un funcionario público en el desempeño de sus funciones puede dar al traste con todas las garantías jurídicas y procesales del estado de derecho.
Hubieron de transcurrir nada menos que 16 años para que el Auto que reducía mi condena desde el año 1992 se hiciera efectivo. Y cuando esto se hizo, ya no se pudo evitar que yo no fuese puesto en libertad en la fecha que correspondía, y que durante cinco años más permaneciera encarcelado. Pero si hoy la única posibilidad que nos ofrece el marco jurídico es la de solicitar una indemnización a la Administración por los daños causados, sin embargo nos encontramos, entre
otras, con la tremenda dificultad de cómo cuantificar cuanto valen cinco años de la vida de una persona que se ha visto presa sin razones que lo justifiquen.
Durante aquellos cinco años, además, se me hizo responsable de las consecuencias que el malestar de una situación que luego se ha demostrado injusta me causaba. Lo que viene a incrementar la dificultad para evaluar los daños cuando comprendemos que estas consecuencias se entremezclan con causas que se difuminan en el secretismo de la administración penitenciaria, y que son múltiples e interactúan entre sí. Por ejemplo, fue la misma situación creada la que dio paso a las numerosas sanciones de aislamiento en celdas de castigo que acumulé durante aquel periodo de tiempo, algo respecto a lo que hoy nos es imposible establecer una relación de causa efecto que sea admitida en términos de derecho, sin que desde luego esto diluya las consecuencias, en los hechos y sobre mi persona, de una situación extrema como el aislamiento que no resulta nada inocua. Aquella justificada hostilidad de mi persona hacia la institución que exasperó aquella
crispada relación - ahora ya no hay duda de que lo era - supuso que no se me permitiese el acceso al trabajo, a la cultura, a las actividades ocupacionales y deportivas,etc. Dio lugar a las huelgas de hambre con las que protesté contra un estado de cosas que íntimamente percibía como un ensañamiento, con todas las repercusiones negativas que estas conllevan. Y un largo etcétera de
inconvenientes que pueden ser asumidos como inherentes a la situación de preso, pero que dejan de serlo para cualquier criterio cuando la persona que los padece no debería estar en la cárcel.
Más fácil es objetivar otras cosas, que también sucedieron durante aquel periodo de tiempo, como que en el año 1998 contrajese una enfermedad incurable como la hepatitis-C. Aunque otra cuestión es que la prueba que hemos tenido que solicitar para demostrarlo depende ahora de los oficios de una institución penitenciaria hacia la que, como usted comprenderá, albergo fundadas reticencias que no vienen a remitir cuando para facilitarnos otro documento que también precisábamos - la hoja de cumplimiento que se entrega a toda persona presa al ser puesta en libertad
- tardaron 18 meses en hacerlo y fueron precisos para ello dos requerimientos judiciales. Además de lo dicho, del incumplimiento de la resolución judicial mencionada y del más que severo trato que se me dio, refuerza mi desconfianza ahora el que me sucedieran cosas tan inusuales como que la administración penitenciaria no diese cumplimiento deliberadamente a otras resoluciones judiciales
que también me beneficiaban. Algo que siempre sucedió tras un largo itinerario de recursos judiciales, que siguieron a las constantes desestimaciones de todo lo que solicité a las juntas de régimen de las cárceles en las que estuve.
Deliberadamente, reitero. También a modo de ejemplo y para que no queden dudas de que fue intencionado, le diré a usted que así lo vino a demostrar el Iltmº Sr. magistrado juez de la Audiencia Provincial de Zaragoza Blasco Obede, en febrero de 2002, cuando dictó una resolución en la que afirmaba que se había producido un “osado incumplimiento, por parte de la administración penitenciaria, del Auto judicial en el que un año antes se me había progresado a tercer grado de tratamiento penitenciario”. Pero si entonces, al ser descubierto tan insólito
incumplimiento de mandato judicial, a lo único que se pudo llegar fue a que se rectificaran algunas de las actuaciones de Instituciones Penitenciarias - y no a que se determinasen responsabilidadessospecho que hoy no podemos esperar que desde estas se actúe de manera muy distinta cuando se les requiera para que acrediten cuando y cómo contraje la hepatitis-C. Al menos así me lo hace pensar que a partir de entonces no se produjera un cambio en la forma de actuación de la DGIP respecto a mi persona, pues como se ha demostrado, éste incumplimiento de mandato judicial
coincidía en el tiempo con otro incumplimiento anterior, que se siguió manteniendo durante años y así hasta que fue descubierto por mi defensa.
Aún teniendo muy presentes estos obstáculos y la dificultad existente de cómo establecer cuanto valen cinco años de la vida de una persona, hemos presentado en modo y forma la pertinente reclamación ante el Ministerio de Justicia -debidamente documentada con las pruebas pertinentes- al objeto de que se me indemnice por el tiempo en que estuve indebidamente en prisión. Y quién la ha presentado, paradojas de la vida, es una persona que llevando ahora casi dos años en libertad, ha
rehecho su vida social y no ha cometido ningún delito desde entonces. Desde luego sin que la institución penitenciaria pueda decir al respecto que la reinserción social se deba a las terapias de aislamiento, algo muy al uso pero tan cuestionable como cuestionado. O cosa aún más absurda, que la no infracción de la ley se derive del hecho de haberla incumplido la misma DGIP en mi perjuicio y con demostrada reiteración.
Las preguntas que ahora mismo nos quedan en el aire, Sr. Ministro, y que yo le formulo a usted, es qué va a hacer el estado, cómo y cuando, para paliar unos daños tan tremendos como los causados a mi persona por el funcionamiento anómalo de la Administración. Si a la luz de lo sucedido se va tener la consideración de tutelar la reclamación presentada con particular atención, una deferencia que habría de ser de rigor para con alguien a quién el “funcionamiento normal o
anormal de los servicios públicos” le ha causado unos perjuicios tan terribles como los que me ha ocasionado a mí. O si por el contrario, nos vamos a ver arrastrados a uno de esos lentos y desesperantes procedimientos en los que la persona siente la insignificancia de su humanidad frente a algunas actuaciones del estado que, aún suponiéndose que jamás podrían llegar a ocurrir, en ocasiones como la aquí dicha nos muestra la experiencia que sí pueden pasar. Y esta capacidad es lo más grave cuando se hace una valoración de lo sucedido. Porque de una u otra manera, Sr. Ministro, no estamos hablando sólo de que yo pueda encauzar el curso de mi vida hacia donde debería de estar en el caso de no mediar en él una anomalía como la sucedida. Estamos hablando, también, de la misma credibilidad que el discurso del estado democrático puede ofrecer y de la imagen que éste estado da a las personas si ante la evidencia de unos hechos como los descritos, no es capaz de
reaccionar con agilidad y eficacia de una manera que además de conforme a derecho sea digna de ser considerada humana.
Muy atentamente: Joaquín Garcés Villacampa
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