José Luis Carretero Miramar es profesor de Formación y Orientación Laboral, afiliado al sindicato Solidaridad Obrera, miembro del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA).
Según las informaciones que han ido trascendiendo a la opinión pública, el arbitraje va a ser un elemento esencial del nuevo modelo de negociación colectiva. Se habla de un arbitraje obligatorio, una vez se termine con el período limitado durante el cual se mantendrá la ultractividad de los convenios, como una de las posibilidades que se están barajando en estos momentos. Pero en todo caso, se acepte o no ese modelo concreto, lo cierto es que los laudos arbitrales se convertirán en un elemento esencial de la nueva estructura negociadora.
El arbitraje, ciertamente, puede tener en principio un halo de bondad y de progresividad: al fin y al cabo minimiza los costes de las partes (aunque sólo en principio, pues los honorarios de árbitros y conciliadores no son menores) y dirime el conflicto de intereses desde una posición que, se presume, es siempre aceptable para las fuerzas contendientes.
Sin embargo, autores como Juan Hernández Zubizarreta han puesto de relieve como el mecanismo del laudo arbitral, aplicado a las relaciones entre los Estados de la Periferia y las multinacionales, ha constituido uno de los elementos que han permitido a estas últimas abatir las regulaciones y controles estatales e internacionales que les impedían maximizar su tasas de beneficios con evidentes perjuicios medioambientales y sociales.
Como afirma Hernández Zubizarreta: “el modelo neoliberal ha ido apuntalando el arbitraje como mecanismo favorable a las transnacionales. No conviene olvidar que los conflictos entorno a las inversiones entre países ricos se resuelven en el marco de los sistemas jurídicos nacionales o por mecanismos entre estados, al margen de los sistemas arbitrales (…) La privatización del derecho afecta directamente a las mayorías sociales. Los tribunales arbitrales se encuentran al margen del Derecho Público estatal e internacional” (Juan Hernández Zubizarreta, “La feudalización del derecho corporativo transnacional. La nueva lex mercatoria en Bolivia”, en Erika González y Mario Gandarillas (Coords.) “Las multinacionales en Bolivia”, Icaria-Paz con Dignidad-OMAL, 2010).
Así, en el marco de la lex mercatoria internacional, que regula las relaciones entre los Estados del Sur y las empresas del Norte, en relación a las inversiones de estas últimas, la existencia y efectividad de los laudos arbitrales se ha disparado, con evidentes efectos sobre la ordenación resultante. Mientras la tutela de los derechos de los trabajadores queda reenviada a tribunales internos sometidos a profundas modificaciones deslegitimatorias por parte del universo neoliberal, la salvaguarda de los inversores se protege por mecanismos arbitrales reforzados que terminan, de una manera u otra, realizando una auténtica “justicia de clase”, enormemente sesgada.
No en vano, como indicó el presidente de la dirección del CIADI (organismo del Banco Mundial encargado de potenciar y poner en marcha los mecanismos arbitrales) “el arbitraje existe sólo con un propósito: servir al hombre de negocios”. No es de extrañar, pues, que las resoluciones del propio CIADI favorezcan comúnmente los intereses de las compañías transnacionales, en el marco de laudos arbitrales llevados a cabo por expertos en Comercio Internacional desvinculados profesionalmente del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional del Trabajo.
¿Existe el mismo peligro cuando hablamos del arbitraje en el marco de la negociación colectiva laboral en nuestro Estado? Podemos empezar a dirimirlo en función de una serie de elementos básicos a tener en cuenta.
En primer lugar, tenemos que tener presente que, en nuestro ordenamiento, el arbitraje como medio heterónomo de arreglo de controversias se fundamenta en la autonomía de voluntad de las partes, lo que “lo vincula constitucionalmente con la libertad como valor superior del ordenamiento” (STC 176/96 de 11 de noviembre).
Sin embargo, para que esta benéfica vinculación se produzca, el arbitraje ha de respetar determinados límites, pues en otro caso podría afectar a otros derechos constitucionales también en juego: el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 de la Constitución) y el derecho a la negociación colectiva (art. 37.1 CE), así como a los derechos conexos a esta última como el derecho de huelga o el de la libertad sindical (art. 28 CE).
En todo caso, y respecto del derecho a la tutela judicial efectiva, hemos de tener en cuenta que no es posible legalmente que nadie impida el derecho a la acción judicial por vía de prohibiciones directas o tácitas, pero en todo caso las partes de un conflicto pueden, validamente, decidir en uso de su autonomía, si utilizarán para dirimirlo los cauces judiciales o los del arbitraje, con un evidente límite constitucional: el arbitraje ha de ser enteramente voluntario, pues “debe haber conformidad de las partes de someterse al procedimiento arbitral” (STC 59/2003 de 12 de julio).
¿Y qué ocurre en los conflictos de intereses, es decir, en los conflictos que no tratan de determinar el sentido de una norma sino de redactar la norma misma, en este caso el convenio colectivo, por ejemplo? Aquí, de nuevo, el régimen constitucional español es claro: el arbitraje de intereses en un proceso de negociación colectiva tampoco puede ser obligatorio, sino que debe ser resultado de la libre voluntad de las partes. A este respecto, nuestro Tribunal Constitucional declaró contrario a la Carta Magna el arbitraje administrativo obligatorio previsto en el artículo 25 del Real Decreto de Relaciones de Trabajo del 1977, con las siguientes palabras: “ni se trata propiamente de un arbitraje ni, aunque fuera así, concurren los elementos justificativos de la restricción que al derecho a la negociación puede establecerse” (STC 11/81, de 8 de abril).
Lo mismo sucede con respecto a otros derechos conexos al relativo a la negociación colectiva, como son el derecho de huelga o el de la libertad sindical: no resultan afectados si el arbitraje es libremente constituido por la parte concernida, pero resultarán conculcados si a ésta se le impone una dinámica arbitral que le impide tener su propia estrategia.
Así pues, aquí encontramos los límites efectivos que respecto al ejercicio del arbitraje deben interesarnos: constituye una justicia “de clase” (pues nunca se nombra como árbitro al operario manual de la esquina) que puede ser útil en determinados momentos o conculcar derechos fundamentales de los trabajadores, si no es constitucionalmente establecido.
Por tanto, el recurso a un arbitraje obligatorio y forzado, además de cercenar derechos constitucionalmente protegidos respecto de los sujetos (sindicales, laborales) que no lo han pactado, inaugura el peligro de la estructuración de una doble vía para la efectividad de los derechos concernidos: una jurisdiccional desarticulada, empantanada y deslegitimada por el neoliberalismo, para los derechos sociales reconocidos, y una “de clase” y reforzada para los privilegios empresariales. Podría significar, en función de cómo fuera específicamente legislado, una vuelta de tuerca esencial en la construcción de un ordenamiento del trabajo a la imagen y semejanza de la lex mercatoria internacional, centrado en reforzar la tutela de la parte, de facto, más poderosa en la relación laboral: el propio empresario.
Y todo ello, no lo olvidemos, sin el necesario debate democrático al respecto entre las bases del movimiento obrero.
Mantengámonos atentos.
Madrid, 21 de marzo de 2011
A Las Barricadas
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