Alexander Jacob, el expropiador

Salón del tribunal de Amiens. Marzo de 1905. El ladrón anarquista Alexandre Marius Jacob comparece acusado de más de un centenar de robos y un asesinato. Aunque es probable que termine en la guillotina, su voz no tiembla: «He preferido conservar mi libertad, mi independencia, mi dignidad de hombre, antes que hacerme artífice de la fortuna de un amo. En términos más crudos, sin eufemismos, he preferido robar antes que ser robado».



Jacob tiene veintiséis años y responde al tipo meridional. Es recortado, fuerte y muy moreno. También rápido de ideas y altivo. Incluso frente al tribunal parece conservar cierto humor burlón. Se le acusa de ser el jefe de Los Trabajadores de la Noche, un grupo de ladrones especializado en asaltar viviendas de militares, nobles y burgueses. Durante tres años, la banda se ha deslizado por los bulevares del París de la Belle Époque con una mezcla muy llamativa de sigilo y eficacia. Su enemigo es la propiedad y sus métodos son tan sofisticados, tan limpios, que se les atribuye la invención del 'robo científico'. No hay cerradura, verja o muralla que se les resista. Ellos siempre son más astutos.

La increíble historia de este grupo nos aguarda en un libro titulado 'Por qué he robado' (Pepitas de calabaza), que recoge textos del propio Jacob (fragmentos de sus memorias, declaraciones y cartas) que permanecían inéditos en español. En él encontramos un dato que aviva la naturaleza casi irreal del personaje: Maurice Leblanc se inspiró en él a la hora de crear al rey de los ladrones de guante blanco: Arsenio Lupin.

Dos son los rasgos que más nos sorprenden en Alexandre Jacob: su agudísima inteligencia y su alegre despreocupación por su destino. Tuvo mucho de héroe de folletín, de bandido jovial que, mientras despistaba a la Policía refugiándose en una posada, tenía tiempo de reparar en el perro del local y comentar su «pasmosa semejanza» con el presidente de la República.

Idealista consecuente

Sin embargo, su historia es trágica. En el proceso de Amiens fue condenado a pasar el resto de su vida realizando trabajos forzados. Su destino: el penal de Cayena, en la Guayana Francesa. Finalmente, pasó allí veinte años. Trató de fugarse en dieciocho ocasiones y soportó numerosos castigos. En una ocasión mató con sus propias manos a una especie de kapo que colaboraba con los guardianes y escupía en la comida de los presos. Jacob era un hombre de acción, no hay duda, pero también un idealista extrañamente consecuente. No se permitía lujos, nunca bebía alcohol, apenas comía carne y se interesaba seriamente por las artes y las ciencias. Era un tipo al tiempo sutil y terrible, una mezcla entre un Aramis y un Porthos libertarios. También era incansable: durante su estancia en prisión, estudió derecho «para conocer mejor las normas y las leyes y violarlas mejor».

En 1928 recuperó definitivamente la libertad. A las puertas de la cárcel le esperaba su madre. Ambos se abrazaron «como si se hubieran visto la víspera» y no derramaron una sola lágrima. A partir de entonces, Jacob trabajó como jefe de taller y se dedicó a la venta ambulante. No renunció a sus ideas, pero tampoco volvió a la primera línea. Colaboró en campañas, difundió propaganda y acogió fugitivos en su casa. Se cree que estuvo en España en 1936, tratando de ayudar a los anarquistas catalanes a conseguir armas, pero no hay documentos que lo atestigüen. Léo Malet le conoció en esa época y siempre recordaría «su impresionante humor negro».

El Jacob anciano era un tipo rechoncho y desgreñado que fumaba en pipa con sonrisa socarrona. El 28 de agosto de 1954 se suicidó en su casa de París. Se inyectó una sobredosis de morfina y dejó abierta una estufa. Unos días antes, se había despedido de sus amigos: «Os dejo sin desesperación, con la sonrisa en los labios y la paz en el corazón. Sois demasiado jóvenes para poder apreciar el placer que proporciona irse gozando de excelente salud, burlándose de todas las enfermedades que acechan a la vejez. Allá están todas esas asquerosas reunidas, listas para devorarme. Pero voy a defraudarlas. Yo he vivido y ya puedo morir». por:PABLO MARTÍNEZ ZARRACINA

BIOGRAFÍA
Nace el 27 de septiembre de 1879 en Marsella, en el seno de una familia obrera.

Siendo aprendiz de tipógrafo, comienza a frecuentar círculos anarquistas y a estudiar a autores como Stirner y Proudhon.

En 1900 organiza su red de 'robo científico'. Su banda, Los Trabajadores de la Noche, comete cerca de 150 asaltos en tres años.

El 21 de abril de 1903, tras un golpe fallido, asesina al oficial Pruvost en Abbeville.

Pasa veinte años preso en Cayene, y tres entre las cárceles de Rennes, Melun y Fresnes.

En 1906 publica sus memorias en el diario libertario 'Germinal'.

En su biografía hay dos grandes zonas oscuras. Una corresponde a la Guerra Civil española, la otra a la ocupación nazi de Francia. Nadie sabe dónde estuvo ni que hizo en esos años.

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Señores:

Ahora ya saben quién soy yo: un rebelde que vive del producto de sus atracos. He incendiado además varios hoteles y defendido mi libertad contra la agresión de los agentes del orden. Pongo pues al descubierto toda mi existencia de lucha y la someto como un problema a sus inteligencias. Al no reconocer a nadie el derecho a juzgarme, no imploro ni perdón ni indulgencia. Nada pido a quienes odio y desprecio. Ustedes son los más fuertes: ¡dispongan de mí como gusten! Envíenme a chirona o al patíbulo, me da lo mismo. Pero antes de separarnos déjenme decirles una última palabra

En cuanto ustedes califican a un hombre como ladrón o bandido, aplican contra él todos los rigores de la ley sin preguntarse sí hubiera podido ser otra cosa. ¿Quién ha visto hacerse atracador a un rentista? Confieso que yo no. Pero yo, que no soy ni rentista ni propietario, que no soy más que un hombre sin otra cosa que sus brazos y su cerebro para asegurar su supervivencia, he tenido que obrar de otra manera.

La sociedad no me ha dejado más que tres medios de existencia: el trabajo, la mendicidad y el robo. El trabajo, lejos de repugnarme, me gusta. El hombre no puede pasar sin trabajar, sus músculos y su cerebro tienen una carga de energía que han de gastar. Lo que me repugna es matarme a trabajar por la limosna de un salario, crear riquezas que después me hubieran escamoteado. En una palabra, me ha repugnado darme a la prostitución del trabajo La mendicidad es el envilecimiento, la negación de toda dignidad. Todo hombre tiene derecho al banquete de la vida.

El derecho a vivir no se mendiga: se toma.

Robar es restituirse, recuperar. Antes que estar enclaustrado en una fábrica como en un penal, antes que mendigar lo que es mío en derecho, prefiero levantarme y combatir cara a cara a mis enemigos, haciéndoles la guerra a los ricos, atacando sus bienes. Seguro que ustedes hubieran preferido verme sometido a sus leyes, que como un obrero dócil y humillado creara riquezas a cambio de un salario irrisorio y que, con el cuerpo gastado y embrutecido el cerebro, hubiera reventado en una esquina de cualquier calle. Entonces no me habrían llamado' «cínico bandido» sino «honesto obrero». Como queriendo halagarme, me hubieran concedido la medalla al trabajo. Los curas prometen un paraíso a sus víctimas, ustedes son menos abstractos y les prometen papel mojado.

Les agradezco de todo corazón tanta bondad y gratitud. Pero, Señores, ¡prefiero ser un cínico consciente de sus derechos antes que un autómata o una cariátide!

Desde que tuve uso de razón me entregué al robo sin el menor escrúpulo. No creo en su pretendida moral que predica el respeto a la propiedad como una virtud cuando no hay peores ladrones que los propietarios.

Pueden sentirse orgullosos, Señores, de que este prejuicio haya arraigado en el pueblo, ésa es su mejor policía. Conocedores de la impotencia de la ley (de la fuerza, por decirlo claro), han hecho ustedes de ese prejuicio el más sólido de sus guardianes. Pero estén alerta, todo tiene su tiempo. Todo lo que se construye por la fuerza y el engaño, la fuerza y el engaño pueden demolerlo.

El pueblo evoluciona todos los días. Ya verán cómo, instruidos en estas verdades y conscientes de sus derechos, todos los muertos de hambre, los miserables, en una palabra todas sus víctimas, se arman de ganzúas para darse al asalto de sus propiedades y recuperar las riquezas que ellos han creado y ustedes les han robado. ¿Creen, Señores, que iban a ser más desgraciados por ello? Presiento lo contrario. A poco que lo pensaran preferirían correr todos los riesgos antes que engordarles a ustedes lamentándose de su miseria. Sí, ahí están la cárcel, la mazmorra o el patíbulo. Pero ¿qué significan esas perspectivas en comparación con una vida embrutecida, hecha a base de sufrimientos? El minero que disputa su pan a las entrañas de la tierra sin ver nunca brillar el sol, puede morir en cualquier instante víctima de una explosión de gas; el albañil, que pulula por las alturas para acabar dando un traspiés y hacerse migas; el marinero, que conoce el día de su partida pero ignora si volverá a puerto, y tantos otros trabajadores que contraen enfermedades fatales en el ejercicio de su oficio, se consumen, se envenenan y se matan produciendo para ustedes. Hasta los propios policías, sus criados, a veces perecen en la lucha contra los enemigos de ustedes por un miserable hueso que les tiran para que roan.

Robar o ser robado.

Empeñados en su estrecho egoísmo, ustedes permanecen escépticos ante esta perspectiva, ¿verdad? El pueblo tiene miedo, parecen decir. Nosotros lo gobernamos mediante el miedo a la represión; si grita, se le encarcela; si se mueve, se le detiene; si actúa, se le ajusticia. Pues se equivocan, Señores, créanme. Los males que ustedes infligen no son un remedio contra los actos de rebelión. La represión, lejos de ser un remedio ni siquiera es un paliativo, no hace sino agravar el mal.

Las medidas coercitivas no pueden sembrar más que el odio y la venganza. Es un cielo fatal. Por lo demás, cortando cabezas y llenando las cárceles ¿impiden ustedes realmente las manifestaciones de rabia? ¡Respondan! Los hechos demuestran su impotencia. En cuanto a mí, sabía perfectamente que mi conducta no podía tener otra salida que la cárcel o el patíbulo. Comprobarán que ello no me ha impedido actuar. Si me he dado al robo no ha sido por motivos de ganancia ni lucro, sino por una cuestión de principios, de derecho. He preferido conservar mi libertad, mi independencia, mi dignidad, antes que convertirme en artífice de la fortuna de mi amo. En términos más crudos, sin eufemismos, he preferido robar a ser robado.

Sí, yo también repruebo el que un hombre se apodere violentamente y con engaño del fruto del trabajo de otro. Pero precisamente por eso hago la guerra a los ricos, ladrones de los bienes de los pobres. También yo quisiera vivir en una sociedad en la que el robo estuviera proscrito. No apruebo el robo y no lo he usado más que como una forma de rebelión adecuada para combatir el más inicuo de todos los robos: la propiedad individual.

Para destruir un efecto es necesario destruir previamente su causa. Si el robo se da se debe a que hay abundancia por una parte y carencia por otra; porque todo no pertenece sino a algunos. La lucha no desaparecerá hasta que los hombres no pongan en común sus alegrías y sus penas, sus trabajos y sus riquezas, hasta que todo no pertenezca a todos.

Anarquista revolucionario, yo hago mi revolución, ¡que venga la anarquía!

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