Tal era su fama que le bastaba con decir "¡Quietos, soy el Quico!" para que en aquella reprimida Barcelona de los años cincuenta todos le obedecieran: civiles, militares, policías, serenos. Nadie osaba enfrentarse a Sabaté. Sabían del aplomo y decisión con que acometía sus acciones. Desde su primera incursión en 1945, cada vez que llegaba desde Francia a la capital catalana se extendía de inmediato el rumor en esa sociedad que se informaba sólo con rumores: "¡El Sabaté está en Barcelona, le han visto!".
Francisco, Quico, Sabaté Llopart, máximo exponente de la guerrilla urbana anarquista, emprendió su última incursión en España veinte años después del fin de la Guerra Civil, el mismo día en que Eisenhower aterrizaba en Madrid para bendecir, a los ojos del mundo, el régimen dictatorial del general Franco: el 21 de diciembre de 1959. Poco le importaban a Sabaté los cambios que, cabía esperar, se iban a producir en España tras la visita del presidente norteamericano, él seguía empeñado en la acción armada, fiel al principio de no dar tregua al franquismo. Sabaté nunca se dejó regir por las leyes que, generalmente, acata la colectividad y siempre luchó por su cuenta y con sus medios. Sufrió persecución (y cárcel) en la II República, en la dictadura franquista, en la Francia ocupada, en la liberada, e incluso fue repudiado por algunos compañeros de la CNT: "Desaprensivos que intentan difamar nuestra conducta llamándonos atracadores y malhechores, lo mismo que hace el enemigo franquista", denunció él mismo ante la CNT-FAI.
Tan míticas fueron su vida y muerte que en Hollywood se interesaron por él y la Columbia produjo en 1964 un filme de Fred Zinnemann, Behold a pale horse, en el que Gregory Peck era el guerrillero catalán, y Anthony Quinn, su perseguidor, el teniente Viñolas, que personificaba al comisario Quintela. Éste, jefe de la Brigada Político-Social de Barcelona, era experto en la lucha contra los anarquistas, y Sabaté decidió acabar con él. Fue en su tercer viaje a España, a principios de 1949. Su presencia en Barcelona se hizo notar enseguida: ocupó los diarios del país al dar muerte, en la puerta del cine Condal, al inspector Oswaldo Blanco, quien le sorprendió en una cita. Fue el 26 de febrero de ese año, y cuatro días después planeaba el atentado contra Quintela, que estaría lleno de sorpresas.
Sabaté y su hermano José vigilaron el recorrido que Quintela hacía a diario para ir a comer a casa: salía de la Jefatura, en la Vía Layetana, y subía por la calle de Marina hasta su domicilio, cerca de la Sagrada Familia. Los Sabaté escogieron como ideal el tramo entre Mallorca y Provenza, por el que el comisario pasaba en coche oficial entre las 13.50 y las 14.10. Y uno de los días en que se hallaban estudiando el terreno, Quico le dijo a su hermano que los habían descubierto: "Es la tercera vez que veo a aquel tipo de la esquina; espérame aquí". Apretó su pistola en el bolsillo de la gabardina y se dirigió hacia el intruso dispuesto a todo. Pero resultó ser Wenceslao Giménez Orive, anarquista aragonés del grupo Los Maños que vigilaba a Quintela con igual fin. Decidieron unir fuerzas. Así, el 2 de marzo, a las 13.45, todo estaba listo: Sabaté, con mono azul, fingía reparar una camioneta pendiente de José que, con sombrero marrón, paseaba 50 metros más abajo para indicar la llegada del coche oficial. Más arriba, tres de Los Maños aguardaban en un Fiat con la metralleta Stein lista. A las 13.55, José se quitó el sombrero y el coche se perfiló en la calle de Marina. Sabaté agarró un fusil ametrallador que escondía en el motor y se plantó en el centro de la calle abriendo fuego contra el vehículo matrícula PMM. Pero Quintela no iba en ese coche. Sus ocupantes eran el jefe del Sindicato Universitario falangista, Manuel Piñol, y el delegado de Deportes de tal organismo. Éste resultó herido, y Piñol y el chófer, muertos. Nunca se aclaró por qué no iba Quintela. La prensa trató el suceso: "Criminal agresión de asesinos venidos de fuera", pistoleros profesionales [sin paliativos ni trampantojos: pistoleros]" (La Vanguardia, 4 de marzo de 1949).
Uno de los objetivos de los viajes de Sabaté era mantener viva la imagen de que en Barcelona existía resistencia armada. Cuando en mayo de 1949 se trató en la ONU, a petición de Bolivia, Perú, Brasil y Colombia, anular la recomendación de 1946 de que no se enviaran embajadores a España, Sabaté dio cumplida respuesta y colocó explosivos testimoniales en los despachos consulares de tales países. El de la delegación peruana lo depositó en un balcón sirviéndose de una caña de pescar.
En junio de 1949 decidió ir a ver a Leonor, su mujer, y a sus dos hijas, pero al llegar a Francia fue detenido por una causa pendiente y encarcelado un año. Allí, en prisión, se enteró de la aniquilación de la resistencia libertaria en Barcelona: entre el verano de 1949 y el de 1950 fueron desmantelados los cuadros de la organización, detenidos los integrantes de los comités y eliminados los guerrilleros, acribillados o fusilados luego en el Campo de la Bota. Allí también supo que su hermano José, cinco años mayor, había muerto a tiros en la calle Baja de San Pedro y que Manuel, el pequeño (22 años), era fusilado tras un consejo de guerra. Una vez cumplida la pena, las autoridades francesas lo confinaron un lustro en Dijon, castigo que cumplió escrupulosamente alentado por la idea de regresar a España. El 29 de abril de 1955 volvió a Barcelona con cuatro compañeros a los que había convencido de seguir la lucha.
A Sabaté no le importaban los cambios de aquellos años: el movimiento libertario exterminado, ni resistencia ni enfrentamientos en las calles, España a punto de ingresar en la ONU, hasta el comisario Quintela se había jubilado y refugiado en su pueblo gallego. Para él, las cosas no habían variado desde aquel 26 de enero de 1939 en que las tropas franquistas tomaron Barcelona. Había que seguir luchando y provocar la agitación a base de propaganda. Sabaté estaba obsesionado con despertar conciencias y rebeldía, y él mismo escribía informes, panfletos, octavillas y editaba revistas para difundir ideas anarquistas. Incluso grabó discursos en cintas magnetofónicas y, de vez en cuando, se presentaba en lugares concurridos por trabajadores, comedores de fábricas, para hacerles escuchar consignas grabadas.
Para distribuir las octavillas ideó sistemas tan peculiares como un mortero que estrenó en una visita de Franco a Barcelona. Era el 29 de septiembre de 1955. Se dirigió en un taxi al campo del Barça, en Les Corts, y le contó al taxista que se trataba de una campaña de propaganda (como así era). Ambos subieron el mortero al techo del vehículo y dispararon proyectiles llenos de octavillas llamando a la acción que se dispersaban en centenares de metros. Los taxis eran el sistema de locomoción que siempre empleaba Sabaté en sus acciones, incluso en atracos: hacía aguardar el vehículo en la puerta. "Espere un momento, salgo enseguida". Tanto era así que el comisario Quintela llegó a tener a 150 policías camuflados de taxistas por la ciudad con la remota esperanza de que Sabaté subiera a uno de esos coches.
En este viaje hubo también derramamiento de sangre. Sabaté se dirigía a una cita en el Poble Sec cuando le pareció que un individuo le seguía. Con su temeridad característica, se dirigió al desconocido y le pidió la documentación. El otro, tras la sorpresa inicial, trató de sacar la pistola, y Sabaté le disparó a bocajarro. Luego se llevó su documentación para comprobar que no había errado: la víctima era el veterano inspector José Félix Gómez de Lázaro. De nuevo volvió su rostro a las primeras de los diarios, aunque los barceloneses ya sabían que estaba en la ciudad por el número de atracos a bancos que se sucedían. Los medios económicos precisos para la actividad subversiva los lograba con "expropiaciones" a entidades. Así se financiaba los viajes, refugios y bases, las armas. En este viaje de 1955, los anarquistas llegaron a Barcelona sin dinero. Sabaté entró en una tienda de tejidos del barrio de Gracia y se llevó 4.000 pesetas. Cuando, tres días después, obtuvo un botín de 700.000 en una "expropiación" al Banco de Vizcaya, esquina entre Mallorca y Muntaner, no dudó en regresar a la tienda y devolver al dueño las 4.000 robadas.
De entre todos los atracos realizados en 1956, que sumaron varios millones de pesetas, el más espectacular fue el de la empresa Cubiertas y Tejados. Un millón de botín. Eligió el 22 de diciembre porque calculó que estaría el dinero de la paga de Navidad. Acudió en taxi. Le mandó esperar en la puerta. Sus dos acompañantes se negaron a entrar al ver la cantidad de gente que había en el interior del moderno edificio con amplios ventanales que hacían todo lo de dentro bien visible. Finalmente les encargó que controlaran la planta baja mientras él subía a las oficinas, localizaba al cajero y cogía el dinero. La repercusión del atraco fue tal que la policía redobló esfuerzos. Se estrechó el cerco en torno a Sabaté. Y éste se quedó sin refugio. Así que un día, en la calle de Cartagena, se acercó a un hombre, le colocó la pistola en los riñones y le dijo: "Soy el Quico. Voy a subir contigo a tu casa. No tengo otro remedio". Se trataba de un matrimonio con una hija de 12 años. Sabaté les planteó que se iba a quedar dos días escondido y que de allí no saldría nadie en ese tiempo. El hombre le hizo ver que él y su esposa trabajaban y levantarían sospechas si no acudían a sus puestos. Sabaté lo aceptó, les hizo llamar al colegio de la niña para decir que estaba enferma y permitió que los padres se ausentaran. A los dos días, como prometió, se marchó de la casa. Se fue a Francia cruzando ríos y subiendo montañas.
Y llega diciembre de 1959, su último viaje. A punto de cumplir los 45 ha conseguido reunir a cuatro compañeros para la acción, tres de los cuales podrían ser sus hijos (uno, de 20 años). Los de su generación, los partidarios de la lucha armada, o han sido eliminados o hace tiempo que renunciaron a sus sueños. Para conseguir a éstos ha tenido que llamar a muchas puertas y no se ha percatado de que los servicios de información franquistas no son ya los de 1949. Así que éstos inician la operación para acabar con el máximo exponente de la guerrilla anarquista antes incluso de que él y su grupo crucen a pie la frontera. El despliegue de efectivos es gigantesco: 300, entre guardias civiles, policías y militares, se acantonan entre Besalú, Beuda y Albañá; se vigilan cruces de caminos, carreteras, entradas y salidas de pueblos. Dedican especial atención a las casas de campo aisladas y se presiona a campesinos, masoveros, leñadores y carboneros para obligarles a denunciar la presencia de desconocidos. Incluso el comisario Quintela se desplaza hasta Gerona desde su retiro gallego junto a su perro rastreador de raza, Bloodhound.
El 30 de diciembre, los anarquistas son vistos en las márgenes del río Manol, pero no son localizados hasta el día siguiente, el último de aquel año triunfal para el franquismo, al advertir que sale humo de la deshabitada masía Casot de Falgás. Un guardia civil a caballo se acerca y es recibido con disparos, pero se finge muerto y observa cómo cinco hombres huyen. Se establece un imponente dispositivo para evitar que Sabaté llegue a Barcelona. El 3 de enero, los fugitivos son localizados en una masía, en el Mas Clarà de Sarrià de Ter. La casa es rodeada por tres cordones de guardias civiles armados hasta los dientes que al ver aparecer a tres desconocidos abren fuego. Uno es herido de muerte; los otros dos consiguen volver a la casa; Sabaté ha sido herido en una pierna.
Al caer la noche, completamente cerrada, los fugitivos tratan de salir a la desesperada: sueltan una vaca del establo y dos de los anarquistas corren en dirección contraria, pero son abatidos al tropezar con el primer anillo del cerco. Sabaté, armado con su metralleta Thompson y un Colt, comienza a reptar cuando oye una voz cercana: "No disparéis, soy el teniente". La hace callar de un disparo y sigue reptando y repitiendo ese estribillo de "No disparéis, soy el teniente". Así logra atravesar los cordones de seguridad.
Al amanecer del 4, los civiles entran en la casa, detienen a los propietarios y matan a uno de los fugitivos allí agazapado. Hay cuatro cadáveres, pero falta Sabaté. Éste tiene tres heridas, un rasguño de bala en el cuello, un impacto en una nalga y la más grave en la pierna. Pero consigue recorrer 20 kilómetros hasta la estación de tren de Fornells y se sube a la locomotora de un correo. Ya han pasado más de 40 horas desde el inicio del cerco cuando los dos maquinistas se sorprenden al oír decir a aquel extraño que les apunta con un arma: "Soy el Quico y tengo que llegar a Barcelona". Le entregan bocadillos, pero le hacen ver lo imposible de su pretensión con aquel tren. En Massanet se cambia la locomotora de vapor por una eléctrica. Y Sabaté logra saltar de una a otra. A los nuevos maquinistas les pide que aflojen la marcha en Sant Celoni y se arroja en marcha.
Son las ocho de la mañana del 5 de enero y aún le faltan unos 50 kilómetros para Barcelona. Lleva más de dos días sin dormir y está extenuado y malherido. Llama a la puerta de la primera casa que encuentra y le pide a la mujer que le deje pasar para afeitarse y lavarse, pero ella se niega porque su marido no está en casa. Y tampoco tiene suerte en la segunda. Le abre un hombre joven y fuerte al que no le gusta nada su aspecto y cuando se da cuenta de que esconde una metralleta se lanza a por él. Los gritos del joven llegan a oídos del grupo que, ya alertado, patrulla el pueblo: un sargento de la Guardia Civil, un policía municipal y un somatén, Abel Rocha, que es el primero en llegar y da muerte a Sabaté con su "naranjero". Luego llega el sargento Martínez Collado y dispara varios cargadores contra el rostro del guerrillero hasta dejarle irreconocible.
El fin de Sabaté fue ampliamente publicitado y celebrado esos días, pero como el tiempo es un devorador insaciable, al cumplirse 40 años del suceso se colocó una placa en la misma calle en la que todo sucedió, que dice: "Aquí fou assassinat Quico Sabaté, guerriller antifranquista". Y al somatén Abel Rocha, todas las noches del 5 enero le hacen pintadas en la puerta de su casa llamándole "asesino".
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